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Guerra cultural: Tiene que haber gente que articule y actualice el legado cristiano

MIGUEL ANGEL QUINTANA PAZ
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Vidal Arranz - publicado el 30/08/21
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Entrevista con Miguel Angel Quintana Paz, filósofo y director del ISEEP:“Hoy no se entiende el amor que está dispuesto a sufrir por otro y el dar gratuito”

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Aunque su especialidad académica es Wittgenstein, junto a la Ética, a cuya enseñanza se dedica, Miguel Ángel Quintana Paz es un pensador que participa en la vida pública a través de una activa presencia en las redes sociales, especialmente Twitter, donde es el filósofo español con más seguidores gracias a su sagacidad e ingenio.

En el pasado, esa vocación de presencia en el ágora le llevó a participar en la vida política de la mano de UPyD, partido en el que llegó a tener responsabilidades orgánicas. Pero, por ahora, no tiene intención de volver a caer en esa tentación.

MIGUEL ANGEL QUINTANA PAZ

Quintana es un abanderado de la ‘guerra cultural’, entendida como una decidida voluntad de discutir y confrontar con los nuevos discursos contemporáneos que cuestionan, de forma beligerante y radical, la herencia de la civilización y el humanismo cristianos en Occidente.

Una ‘guerra’ de ideas y palabras para la que ha reclamado una participación más activa de la Iglesia Católica y de su mundo, incluidos colegios concertados y medios informativos.

Esta entrevista se realizó en Valladolid cuando ya se sabía que Quintana Paz, que ha sido profesor de Ética de la Universidad Europea Miguel de Cervantes durante más de una década, la abandonaría para dirigir el Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) de Madrid, una institución dedicada al liderazgo que busca forjar nuevas élites críticas.

De la guerra cultural y las amenazas que ya están aquí trata esta entrevista. Pero también del devenir de las sociedades europeas y acerca del futuro de la Iglesia católica dentro de ellas.

En una entrevista anterior para Aleteia, el poeta Enrique García-Máiquez aseguraba que lo que unifica a muchos pensadores que se oponen a los discursos dominantes actuales es la necesidad de defender la realidad.

Es la cuestión del relativismo: la negación de que exista alguna realidad incuestionable y la convicción de que todo es según se mira. Occidente es por naturaleza crítico y está bien que sea así. El problema surge cuando esa crítica a los valores la aplica a sí mismo de forma tan corrosiva que termina autodestruyéndose y ya no queda nada que criticar ni proponer.

Quizás por eso la cultura occidental sufre una profunda crisis…

Algunos creen que Occidente, y su apuesta por la razón, ha sido un gran error, porque sus sociedades han sido violentas, esclavistas, colonizadoras, machistas, homófobas…
Dado que las tres fuentes del proyecto civilizatorio occidental eran racionales -Grecia, Roma y Jerusalén- el rechazo de este modelo supone también un cuestionamiento de la vía racional, con todo lo que eso supone. Y, por extensión, por supuesto, un rechazo de la cosmovisión judeocristiana.

Para el cristianismo, la razón es, en cierto modo, la imagen de Dios. Es la forma como Dios se hace presente en el mundo.

Un libro del historiador de la ciencia Joseph Needham, ‘The grand titration’ (La gran evaluación) se hace la siguiente pregunta: ¿Por qué los países musulmanes, que tuvieron acceso a los libros de Aristóteles y otros sabios de la antigüedad antes que nosotros, no sacaron de ellos el mismo provecho?

La respuesta es que el Dios del Islam es caprichoso y opera mediante lo que nosotros llamamos milagros, mientras que, en el pensamiento cristiano, sobre todo en la escuela dominica, se ve a Dios como esencialmente racional, aunque protagonice ocasionalmente intervenciones sobrenaturales.

Por ello se entiende que las leyes con las que ha creado el universo deben ser racionales también y tiene, por tanto, todo el sentido investigar el mundo para intentar desentrañar esas leyes que, en cierto modo, nos acercan a Dios.

De algún modo lo que estamos experimentado ahora es que cuando quitamos de escena al Dios racional que sostenía el proyecto sociocultural occidental, éste se tambalea.

Asistimos a un declinar del pensamiento racional. Ahora lo que importa es sentir bien. Tiene vía libre el emotivismo. Sin que esto excluye poder determinar que hay formas correctas e incorrectas de sentir. Esto es un verdadero giro cultural.

En nuestra actual visión de las cosas se ha instalado la idea de que el mal es algo que puede ser extirpado. Esto es algo que va mucho más allá de lo que nunca soñó casi ninguna religión.

Es que estas nuevas corrientes culturales son perfeccionistas, lo que no ocurría con las clásicas. Los griegos eran perfectamente conscientes de la hybris, de que el hombre tenía una inevitable tendencia a la desmesura que conduce a la tragedia. Y los romanos tenían claro que, más allá de las razones y del derecho, necesitaban las legiones para respaldar su modelo.

El cristianismo tuvo ciertas dudas al principio, por influencia de los gnósticos, pero finalmente concluye que el bien será en el mundo futuro; en esta tierra nunca va a existir el Reino de los Cielos. Empieza a estar, hay que hacerlo presente, pero en última instancia no es algo de este mundo.

¿Y en el otro lado?

En el otro lado sí existe la creencia de que el bien total es posible y que puede alcanzarse mediante la empatía y la educación. Y que el problema es que algunos se empeñan en estropearlo con sus comportamientos inadecuados.

Pero necesitan usar la violencia. Las cancelaciones de los que parecen no encajar en ese modelo virtuoso están ahí. Y no es un tema menor que intenten reventarte la vida, como han intentado hacer con el tenor Plácido Domingo, aunque parece que no lo han conseguido. Lo que es un signo de esperanza.

Es una forma de ver la vida que no comprendo. ¿Cómo puedo convivir con el otro? Pues tolerando sus fallos, no pretendiendo que sea perfecto. La idea de que debemos extirpar el mal me parece loca. En la vida real sí aceptas que el mal existe y debes convivir con él te va a ir mucho mejor, paradójicamente.

La filosofía woke, que alimenta los modernos activismos sociales, se apropia de algunos elementos del cristianismo, pero elimina otros, y uno de los que suprime es el perdón.

Que es la base. Charles Murray dedica todo un capítulo de su libro ‘Masa enfurecida’ al perdón. Él es ateo y no tiene un lenguaje especialmente religioso, pero entiende que es esencial. La posibilidad de perdón nos permite convivir con nuestras debilidades sin dejar de reconocer que son eso, debilidades.

Otras categorías clave, como la belleza o el amor, también parecen en declive.

Parece evidente que el mejor modo de enfrentarse a esto es trabajar en positivo: recuperar la noción de perdón, del amor o de la belleza.
Pero respecto del amor, habría que precisar.

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El amor como sentimentalidad, como eros, o como amistad, sigue ahí sin problemas. Lo que se entiende peor, o no se entiende, es esa otra dimensión del amor, tan ligada a nuestra tradición, que lo vincula con el dar gratuito y con estar dispuesto a sufrir por el otro.

Si yo digo ahora que amo a alguien que me hace sufrir, el discurso de la ministra de Igualdad Irene Montero es: ‘Si te hace sufrir, denúnciale”. Se concibe la relación amorosa como algo en lo que no cabe el sufrimiento, pero tampoco la duda o la ambigüedad.

Y, sin embargo, lo que el modelo cristiano proclama es que la máxima expresión del amor de Dios a los hombres es la cruz.

Problematizamos la existencia de problemas

Y lo hacemos hasta el punto de que la norma moral que acarrea sufrimiento tiene que ser automáticamente abandonada, por inconveniente. Pero esto afecta a la relación con uno mismo.
Como no tengo herramientas para lidiar con mi debilidad, como he olvidado la posibilidad de pedir perdón y recibirlo, impugno la norma que no soy capaz de cumplir, la cuestiono y apuesto por otros modelos más laxos.

Todo esto rebaja la experiencia humana. Incluso ignora que la transgresión tiene también cierto encanto e incentivo.

Proponerse metas morales altas tira de uno hacia arriba, hacia la superación. Lo contrario conduce al abajamiento

Esta es una visión muy católica. La mejor opción es mantener normas exigentes y luego esforzarse en perdonar y comprender a los muchos que las incumplen, precisamente porque son elevadas. Tiene algo de consolador incumplir una norma alta.
Lo curioso, sin embargo, es que esa renuncia a las normas ambiciosas es compatible con la proliferación de muchas otras pequeñas, que te fastidian la vida igual y que son más insidiosas porque, precisamente por ser aparentemente más fáciles, se entiende que no se pueden incumplir.

¿Esta actitud es distinta en el mundo protestante?

Creo que sí. De hecho, toda esta visión de lo políticamente correcto viene de ese universo cultural. Junto con esa intolerancia hacia el mal tan marcada de la que ya hemos hablado, y la idea de que si no te opones al mal eres cómplice.

El padre Fortea plantea una reflexión interesante sobre la homosexualidad: su prohibición se ha mantenido siempre, pero casi nunca ha preocupado excesivamente aplicar la norma.

Y es verdad, son los victorianos, es el Estado contemporáneo, el que se entromete en esto.
La religión dictaba la norma, pero no se metía en tu casa a vigilar. Es el Estado puritano quien incentiva la delación, diciéndote que no debes ser cómplice del comportamiento incorrecto. Ejemplos de esta actitud hemos visto muchos este último año en relación con la pandemia.

En el protestantismo hay también una dificultad para entender que pueda haber experiencia religiosa en lo comunitario, en el rito…

Este es uno de los factores que explican por qué el luteranismo ha sido clave en el proceso de secularización.

Critican el rito porque creen que diluye la relación personal con Dios, pero es que es buena esa ‘despersonalización controlada’ que el rito ofrece. Cuando estoy en la procesión no necesito estar sintiendo a Dios. Pero el hecho de estar haciendo todos juntos algo me quita ego y eso me parece esencial.

El rito no lo hago, se hace. Yo no tengo que estar tomando decisiones. Todo está ya decidido. Se hace lo que se ha hecho siempre.

A algunos esto les parecerá el colmo de lo irracional.

Esto suena a superstición desde una visión muy subjetivista de la experiencia religiosa. Pero en muchas religiones hay ritos parecidos, de modo que podemos decir que si culturas completamente distintas llegan al mismo lugar habrá algo ahí de valor y de verdad. La cuestión del rito me parece esencial.

Su rigidez choca con la espontaneidad que tanto se defiende ahora.

Ahora prima una falsa dicotomía que expresa dos prejuicios modernos. Por un lado, los comportamientos tienen que ser espontáneos, pues sólo si son improvisados son auténticos. Lo que es un error. Y por otro, si sigo unas normas debe ser por motivos pragmáticos, lo que tampoco es necesariamente así.

Desde esta visión, si el rito sigue unas normas debe tener un fin práctico medible. Pero no, el rito no es eso. La misa es valiosa en sí misma, no por los efectos que provoque en los asistentes.

En el catolicismo de hoy el mundo de los ritos padece cierta anemia.

Se ha perdido la comprensión de la riqueza del rito dentro del propio catolicismo. Se ha perdido la práctica, pero la teoría también.
Jordan Peterson, sin ser especialmente creyente, capta su valor perfectamente cuando explica que lo bueno del rosario es la repetición de una serie de oraciones ya dadas que te sacan de ti. Pero hoy muchos creyentes no entienden esto.
Sin embargo, personalmente confío más en el poder del Rosario que en la lectura de la Biblia.

Frente al exceso de espontaneidad ¿puede ser el rito una solución?

La obligación de ser espontáneo termina siendo agotadora, destructiva y falsa. Estamos hartos de ser sujetos. Necesitamos espacios en los que nos liberemos de esa responsabilidad, en los que podamos ser parte de algo: de una comunidad, del todo.

En nuestras sociedades parece como si el único modo de salir de ti mismo fuera recurrir al alcohol o las drogas. Pero tenemos estas otras experiencias que son mucho más ricas y que no tienen efectos colaterales negativos y te dan lo mismo o mejor. Cuando la gente lo descubre, ven que es muy potente.

Entonces, ¿tiene futuro el rito?

El rito entendido en un sentido amplio -por ejemplo, incluyendo ahí también la experiencia comunitaria casi ceremonial de participar en un concierto de rock- tiene mucho futuro.
Hay montones de experiencias que no pueden reducirse a la dicotomía entre el sujeto espontáneo y el sujeto utilitarista. Están ahí, las necesitamos y no podemos vivir sin ellas. De modo que, al final, van a ser recuperadas.

Por ejemplo, la fiesta. Si yo voy a una fiesta empeñado en que la fiesta salga bien, no va a salir bien. La fiesta se hace, te arrastra.

Usted alentó hace unos meses en redes sociales el debate sobre el papel de la Iglesia y sus intelectuales en la guerra cultural, dado que todos los movimientos contemporáneos parecen ir en contra de las bases de la civilización cristiana.

Esta era la preocupación de Ratzinger. Benedicto XVI entendió que la Iglesia es razón, y que la razón es la base de Occidente y que ambos vamos de la mano.
El debate generó muchas reacciones positivas -entre otras la Universidad Pontificia de Salamanca me ofreció impartir una asignatura- pero también puso de manifiesto que mucha gente percibe esta dimensión cultural de la fe como una contaminación de su experiencia personal con Dios.
A mí la experiencia me parece muy bien, y muy importante, pero no como opuesta a lo civilizacional, porque sin un marco cultural ¿con qué claves interpretas ese encuentro personal?

A pesar de sus debilidades, la Iglesia católica sigue siendo hoy de lo poco sólido que nos queda…

Pero, como nos recuerda la Biblia, nada está asegurado. Es profundamente evangélico pensar que pueda llegar una etapa en la que seamos sólo cuatro gatos. ¿Queremos eso? Y no sólo por la defensa de la civilización que hemos construido. ¿Despreciamos también el esfuerzo misionero?

En la Universidad hago a veces un test para los alumnos recién llegados y les pregunto por las virtudes cardinales (Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza), que proceden de Aristóteles, y las teologales (Fe, Esperanza y Caridad) y, aunque la inmensa mayoría vienen de colegios católicos no saben nada. Ni siquiera quién es Abraham. ¿Qué se enseña en clase de Religión?

Usted abrió un debate sobre esto en las redes sociales, sobre el uso que la Iglesia estaba realizando de sus recursos educativos y comunicativos para enfrentarse a la deriva anticristiana.

Es verdad que el legado cristiano es muy potente, pero tiene que haber gente que lo articule y lo actualice, y que lo incorpore a la cultura media que le llega a la gente. Ese es el reto.

En la Iglesia ciertamente hay gente culta y estudiosa, pero encerrada en sus despachos y en sus revistas especializadas, y a quienes no lee casi nadie. Y luego está el que, como quiere ir a lo popular, abandona todo lo sustancial y se limita a hacer murales escolares vacuos. Busquemos un término medio.

El contexto, desde luego, no favorece el acercamiento a la fe.

En las series nos meten a diario ideología. Dios ya ni sale y se excluyen todos los problemas metafísicos. Desde Estados Unidos -país donde la creencia está bajando, pero aún es muy relevante- nos llegan series con 30 personajes de los que ni uno solo es religioso. Es absurdo. Eso no es posible en la realidad.

El buenismo está arrasando con la idea de bondad. ¿No debería ser una de las labores de la Iglesia defender la verdadera bondad frente a las deformaciones actuales?

Pero para ello lo primero necesario es saber diferenciar la bondad del buenismo. En un debate con Jordan Peterson, el obispo norteamericano Robert Barron reconocía que se ha producido un atontamiento del mensaje cristiano para acercarlo al mundo.

El buenismo es eso también, atontar la idea de la bondad. De modo que es esencial saber reconocer la bondad verdadera.

Es un error creer que el camino es el rebajamiento. Al contrario, en todas partes hay gente muy interesada en que se les trate en serio y se les haga planteamientos profundos y exigentes.

Y luego está la sentimentalización de nuestra vida pública. ‘La mermelada sentimental’ se titula un libro de Gregorio Luri.

Y como mermelada intenta ocuparlo todo. El sentimentalismo no es el respeto a los sentimientos de cada cual, sino intentar que todos tengan los míos. Y el único modo de lograrlo es adoctrinando.

Quizás esperaríamos que el sentimentalismo condujera hacia la tolerancia, pero, al contrario, es intolerante. De su mano caemos en la manipulación desde el poder, en el relativismo de los relatos, la supresión de los diques y de la idea de límite…

Aún así muchos temen que participar en la guerra cultural sea incompatible con la vivencia religiosa
Hemos abandonado amplios campos de experiencia. Por ejemplo, la que nos aportaban los caballeros templarios, que eran guerreros contundentes pero que, a la vez, tenían la exigencia de no odiar a los enemigos que combatían. Eso exigía un gran ejercicio de interiorización, pero era posible.

Un poco como los jedáis: no dejarse llevar por el lado oscuro.

Así es, en efecto. Exige un esfuerzo enorme, pero merece la pena. Es posible caer en excesos, por supuesto, pero se pueden reconducir. Hay mucho por explorar en este camino.

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