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Cuando Francia quiso cambiar el calendario cristiano

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Miguel Pastorino - publicado el 22/09/21
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Un ejemplo de laicidad mal entendida: la eliminación de todo signo religioso de la vida pública

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El concepto de laicidad está cargado de una gran ambigüedad y se usa para referirse a realidades muy distintas. Siendo el término de origen francés (laicité), particularmente para referirse a la educación, se refiere a la separación entre la Iglesia y el Estado.

El problema es que los modos en que se han constituido diferentes estados “laicos” en el mundo y los modos jurídicos, sociales y políticos de llevar adelante la llamada laicidad han sido y son muy diversos entre sí: Francia, España, Turquía, Estados Unidos, Uruguay, México.

Por eso no existe una laicidad pura e ideal, porque no es un concepto universal, sino que se usa para referirse a diferentes formas concretas y diferentes de arreglos entre los estados y las iglesias. De hecho, hay países con separación y autonomía del estado y las religiones, como Estados Unidos, donde no se usa el concepto, pero sí hay una clara separación.

A su vez, no se debe confundir la laicidad del Estado con la secularización de la sociedad, porque México es un estado laico y la religión tiene una evidente presencia pública.

La laicidad francesa ha estado unida a un modo de entender el republicanismo, donde la ciudadanía debe relegar a un segundo plano las adhesiones privadas que pongan en riesgo la vida pública.

El caso de Uruguay imitó y radicalizó el modelo francés, que entiende la laicidad como privatización de la religión, invisibilizándola porque la considera fuente de conflictos, de allí que en el caso uruguayo se asocie la laicidad del Estado a la invisibilización pública de lo religioso. Pero hay países como Gran Bretaña con una sociedad fuertemente secularizada, donde la Iglesia Anglicana no tiene injerencia en la política, sin embargo, no hay separación constitucional, sino una laicidad de hecho.

Históricamente han existido intentos de entender la laicidad como eliminación de todo signo religioso de la vida pública, incluso de la cultura, como forma de descristianización de las sociedades tradicionalmente cristianas.

En 1792 la Convención Nacional de la Revolución Francesa nombró un comité para reformar el calendario y dejar atrás el calendario de origen cristiano (gregoriano), creando un nuevo sistema de medir el tiempo, los días, semanas, meses y años.

Nacía así la era revolucionaria el 22 de setiembre de 1792 proclamando la República con un nuevo calendario que duró tan solo trece años, hasta que Napoleón Bonaparte lo abolió y el 1 de enero de 1806 los franceses volvieron al calendario gregoriano.

El historiador Joseph Lortz escribe que “la supresión del cambio de calendario fue mucho más que un cambio de nombre en el modo de contar el tiempo civil… La supresión del calendario gregoriano representaba el intento, nacido de un odio auténtico y tenaz, de borrar la historia cristiana y con ella, al cristianismo”.

Tras el cambio del calendario la Revolución Francesa no solo se proponía cambiar las instituciones políticas, sino la cultura, los modos de pensar herederos de la cosmovisión judeocristiana.

Aunque en realidad los valores de la ilustración son los valores cristianos secularizados: libertad, igualdad, fraternidad, justicia, etc. De hecho, los valores de la cultura laica occidental hunden sus raíces en la concepción humanista que debe sus fundamentos metafísicos y antropológicos a la visión judeocristiana del mundo.

Algo similar se intentó después de la Revolución Rusa en la que la URSS en octubre de 1929 inventó un calendario que fracasó en poco tiempo. En 1940 se abandonó el nuevo calendario.

Fueron dos intentos frustrados de borrar la historia y las raíces de la cultura occidental. Pero en el caso de Uruguay, aunque no se cambió el calendario, en 1919 se secularizó el nomenclátor de más de treinta pueblos, que tenían nombres de santos. En el mismo sentido, y por decreto del Poder Ejecutivo, la “Semana Santa” pasó a llamarse “Semana de Turismo”, y fiestas tradicionales como la Navidad fue llamada “Día de la Familia”. El caso uruguayo es una singularidad en el mundo en cuanto al proceso de privatización de lo religioso.

El origen del término “laico” proviene del griego, “laos”: pueblo. Pero desde que aparece en los diccionarios el término laicidad refiere a una realidad política de un “Estado neutral” respecto a las religiones, es decir, que el Estado trata de igual modo a todas las religiones y que no puede ni favorecer ni impedir ninguna religión. Con el tiempo ha incluido un aspecto fundamental: la separación del poder político y del poder religioso, la separación del Estado respecto de cualquier institución religiosa. Laicidad del Estado quiere decir: neutralidad y separación, como garantía de libertad para todos los ciudadanos.

La socióloga canadiense Micheline Milot en su libro La Laicidad (CCS, 2009) hace una excelente síntesis de las diversas formas de laicidad en el mundo. El modelo francés relega cualquier pertenencia comunitaria ante la relación del ciudadano con el Estado y este enfoque fue el asumido por Uruguay, identificando lo público con lo estatal.

Un modelo inspirado en una matriz jacobina que entiende la neutralidad del Estado como prescindencia de las creencias de los ciudadanos, lo cual llevó a la privatización, invisibilización y discriminación de la dimensión religiosa de los ciudadanos.

A este modo de entenderla se le llamado “laicismo”, como una corriente ideológica que ve en la religión algo que debe ser desterrado de la vida pública. La postura laicista actúa como si el estado fuera ciego ante las religiones, como si tuviera que hacer de cuenta que no existen.

Pero el laicismo no es la única forma de interpretar la laicidad como neutralidad, porque otros la han interpretado como imparcialidad, con una valoración positiva de la manifestación pública de la diversidad cultural y religiosa, donde la dimensión espiritual de los ciudadanos es positivamente valorada, aunque el Estado no tome partido.

Las diferentes formas de interpretar la laicidad generan dos actitudes distintas: o se reconoce a las religiones como tales sin privilegiar a ninguna (imparcialidad), o se las aleja de la vida pública y se exige a los ciudadanos que prescindan de sus convicciones en un debate público (prescindencia, laicismo).

Si bien Milot entiende que la neutralidad y la separación son medios para asegurar la libertad de conciencia y de religión, la igualdad y la no discriminación, en contextos laicistas como Francia o Uruguay la neutralidad parece un fin en sí mismo olvidándose que está al servicio de la libertad y la igualdad, y su fin no es la exclusión de la religión de la vida pública, sino la gestión neutral del pluralismo.

Aunque en el diccionario de la RAE laicidad y laicismo se definen de modo muy similar, lo cierto es que, en la investigación filosófica y sociológica del tema, es más claro comprender la laicidad como la neutralidad del Estado y su separación respecto de las Iglesias, y el laicismo como una visión filosófica antirreligiosa, originalmente anticlerical, cuyo origen se encuentra en la Revolución Francesa. Otros autores han utilizado para distinguir los modos de laicidad en “Laicidad positiva” (inclusiva) y “laicidad negativa” (laicismo).

El laicismo es una doctrina o ideología que tiende a hacer de la laicidad un combate contra las religiones y “con frecuencia toma la forma de dogmatismo religioso… en el seno de movimientos militantes que pretenden la desaparición de todo signo religioso del espacio público” (Milot). Los militantes laicistas suelen utilizar laicidad y laicismo como sinónimos, dando lugar a la confusión entre los hechos y la ideología.

Para John Rawls, el gran filósofo liberal norteamericano, el hecho del pluralismo es la característica esencial de las sociedades contemporáneas, donde los ciudadanos de las sociedades democráticas no estamos de acuerdo en muchas cosas y tampoco lo estaremos en el futuro, y eso no es un problema, no es una anomalía social que haya que solucionar, sino una consecuencia de la libertad, donde los ciudadanos pueden pensar como quieran y debatir abiertamente.

En sociedades que valoran el pluralismo se encontrarán cada vez más matices y diversidad de opiniones. Esto para el filósofo no es un drama, sino una característica de las sociedades donde se respeta la libertad y donde no se es intolerante con lo distinto.

En esta línea, la laicidad debería facilitar la convivencia integrando lo diverso, no excluyendo ni prohibiendo a los diferentes. Y esto exige asumir que nadie tiene el monopolio de la verdad, sino que podemos encontrarnos en puntos de vista distintos, aprendiendo a vivir juntos sin tener que disimular o borrar las diferencias.

Un especialista en el tema como Émile Poulat escribe: “La laicidad pública no es todo al César y nada a Dios, sino todo a la conciencia y a la libertad de los hombres llamados a vivir juntos, a pesar de todo lo que les separa, opone y divide”.

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