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El concepto de trabajo está unido en su origen etimológico a una hermosa palabra que todavía figura en un sinfín de vocablos, e incluso en otras lenguas, con un significado que apenas se traduce en las distintas concepciones que hoy tenemos del trabajo: laborar viene del latín laborare, que significa trabajar, hacer una labor.
De hecho en italiano trabajar se dice lavorare y trabajo lavoro, y laburo es el término utilizado en Argentina y Uruguay.
En nuestro idioma, de esta etimología surgen palabras como "labor", "colaborar", "elaborar", "laborioso", "laborable" o "laboral". También de "laborar" viene la palabra "labrar"; que significa tanto trabajar la tierra como trabajar la materia hasta darle la forma deseada (se labran las piedras o los metales preciosos).
Es así que laborar en su sentido originario estaba unido a aquellas tareas activas que requieren del esfuerzo físico.
Además, es curioso que cuando se habla del trabajo doméstico, se siga empleando la expresión "sus labores". Se refiere a todas aquellas tareas del hogar que las madres realizan sin estar retribuidas, pero que constituyen un verdadero trabajo o labor en sentido amplio: las tareas del hogar; el sustento y la educación de los hijos; el cuidado de los suegros, de los enfermos; y, en general, todo aquello que significa hacer crecer, o cuidar de lo que crece, añadiendo incluso en las poblaciones que siguen siendo agrícolas o ganaderas, muchas de las tareas de ”labranza” o pastoreo que las mujeres siguen realizando, especialmente en épocas de recolección.
El amor a lo que tiene vida, la tierra, los animales y las personas, forma parte de lo que desde tiempos inmemoriales se ha considerado trabajo en sentido amplio.
¿Qué ha pasado, entonces, para que el trabajo, como sinónimo de labor, haya cogido su etimología de tripalium, que en su origen era el yugo hecho con tres palos a los que ataban a los esclavos para azotarlos? ¿Por qué entendemos en la actualidad que el trabajo es esclavizador y alienante?
En tiempos de san Benito, el trabajo físico se consideraba degradante. Sin embargo, San Benito lo eleva a categoría de regla tanto como la oración.
En el mismo capítulo 48: «Son verdaderamente monjes si viven del trabajo de sus manos […].». Ora et labora (reza y trabaja) es la fórmula de la vocación monástica benedictina. Esta dignidad dada al trabajo manual, que recibe el estado de Regla casi igual a la lectura de la palabra, es revolucionaria.
¿Qué ha pasado, decimos, para que la noción misma de trabajo haya perdido su valor originario? ¿Por qué no nos atrevemos a pensar que todo, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, es una labor, también una forma de oración, de dar lo mejor de nosotros mismos, de plegaria, de participación en otra obra más grande, que es la Obra de Dios?
Alrededor del siglo XII, con la aparición de los burgos y la incipiente clase social burguesa, se consolida un cierto desprecio por el trabajo manual, una concepción totalmente ajena a la tradición.
El trabajo manual era considerado inapropiado para la gente de buena cuna. El noble poseía tierras y siervos y debía permanecer guerrero u ocioso para no rebajarse al nivel de aquellos que trabajaban para lograrse sustento.
Es así como el trabajo se convierte en fuente de penalidades y fatigas y es en sí deshonroso. No es de extrañar que en los largos años de decadencia del Imperio español poblaran las ciudades de hidalgos (fijos dalgo) que, perteneciendo por raigambre familiar a la nobleza, carecían de la ligereza económica de sus antecesores y vivían ocultando su pobreza pero evitando todo trabajo para preservar su honor.
Desde entonces hemos heredado una visión del trabajo como yugo, como castigo del que no solo los burgueses quieren huir a toda costa.
Es famoso el caso de Velázquez a quien se le negó su entrada en la Orden de Santiago aduciendo que se ganaba el pan con el trabajo de sus manos. Ni siquiera Las Meninas consiguieron reflejar en su defensa que pintar era una actividad cortesana, distendida y reflexiva en la que el propio Velázquez se retrató blasonado con la cruz de la Orden intentando demostrar con ello que el oficio de pintor era una actividad liberal que requería estilo y no solo empeño físico como las demás actividades manuales-. Solo al final de su vida y por otras vicisitudes, consiguió este reconocido título nobiliario.
De ahí que la liberación del yugo del trabajo venga de la mano de la pericia técnica, la cultura, el saber, a lo que hoy se añade el dominio de las nuevas teconologías. Diríase que en la actualidad la liberación del trabajo pasa por hacerse youtuber o influencer, personas que se han liberado de la esclavitud de tener que trabajar, ganando mucho dinero a costa de perder el control sobre el tiempo y la libertad, pues ser uno quien realmente es tiene un precio que se paga muy caro en la sociedad del espectáculo que tan bien retrataba Guy Debord.
“Trabajamos” solo por dinero, o diríase peor, por huir del tiempo, que siempre nos constriñe, víctimas de la separación tan brutal entre el ocio y el negocio. Vivimos divididos sin darnos cuenta, encadenados al trabajo como un yugo del que necesariamente queremos salir sin remedio, si es que podemos.
Cuando hemos cumplido con nuestra jornada laboral, empieza el ocio, el no trabajo, el tiempo de las horas muertas que pasamos sin hacer nada, tan solo consumiendo, ya sea información o productos o hasta personas, incluso ideología (las series de Netflix son un gran ejemplo de esto).
Las relaciones se bareman desde la disociación de trabajo y ocio, de modo que las personas de nuestro entorno laboral forman parte de intereses manipuladores, no siendo más un medio para conseguir nuestros fines.
Por eso el mundo de la profesión está tan poblado de trepas y consumidores de objetivos, que niegan su esencia usando a los otros solo para sacar provecho. Y durante nuestro ocio, también construimos relaciones superficiales, dando una versión de nosotros que no es real, que se oculta tras una máscara maloliente de frustración y narcisismo que solo hace más patente el hecho de que estamos atravesados por la herida de la fragmentación.
Sin embargo, es fundamental hacer una nueva lectura del trabajo: no como un tirano que nos roba el tiempo y nos aliena, sino como una oportunidad para crecer, para poder decir “yo” sin los numerosos disfraces a los que la sociedad nos invita.
Se trata de una gran tarea en la que ponemos en juego todo nuestro ser, porque cuidarnos y cuidar de lo que la realidad nos pone delante, es una manera de descubrir cuál es nuestra verdadera vocación y de qué pasta estamos hechos.
Feliciana Merino Escalera es miembro del Instituto de Filosofía Edith Stein (Granada)