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Durante siglos, las mujeres de alta alcurnia se vieron obligadas a contraer matrimonio por razones de estado. Princesas, reinas, emperatrices, cuyo destino estaba en manos de otros. Mujeres que asumieron su papel con dignidad, a pesar de verse en ciertas ocasiones, amenazadas por los oscuros movimientos políticos. Eso fue lo que le sucedió a una hermosa y devota emperatriz medieval, elevada a los altares como Santa Ricarda de Andlau.
Ricarda había nacido en Alsacia, en un momento indeterminado alrededor del año 840 de nuestra era. Como hija del conde de Nordgau, Ricarda se convirtió pronto en la candidata ideal para estrechar lazos con el imperio. En el año 862, la joven dama se casaba con el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos III apodado El Gordo. Casi dos décadas después, en el 881, la pareja viajaba a Roma para ser coronados como emperador y emperatriz por el Papa Juan VIII.
En aquellos años de matrimonio, la pareja no había tenido hijos. No hay constancia de que la pareja tuviera conflictos matrimoniales, pero en 887, Ricarda se vio inmersa en un truculento juicio contra su persona y su moral.
La emperatriz fue acusada de haber cometido adulterio ni más ni menos que con el obispo Liutwardo, canciller del emperador Carlos. Todo apunta a que el asunto se inició por cuestiones de intrigas palaciegas y Ricarda fue el chivo expiatorio. Fuera la razón que fuera, lo cierto es que la emperatriz negó con rotundidad todas las acusaciones contra su persona y no dudó en aceptar ponerse bajo la prueba de fuego para defender su dignidad.
Esta prueba consistía en caminar sobre un manto de brasas ardiendo. Si era inocente, sus pies no sufrirían daño alguno. Cuenta la leyenda, que al pasar Ricarda por el suelo incandescente, el fuego se separó para dejar que pasara sin sufrir ningún tipo de quemadura.
Ricarda había defendido su honor y había salido airosa de unas calumnias infundadas. Pero por alguna razón, Ricarda decidió apartarse de la vida palaciega. El convento de Hohenburg acogió a esta emperatriz deseosa de abrazar la vida religiosa. Allí permaneció un breve periodo de tiempo hasta que se marchó a vivir a una de las fundaciones monásticas que ella misma había ayudado a levantar durante su etapa como emperatriz. En 880 se había construido la abadía de Andlau en la que su propia sobrina ejercía de abadesa cuando Ricarda decidió retirarse del mundo en aquella comunidad de canonesas agustinianas y vivir una vida de oración y entrega a los más necesitados.
Según cuenta la leyenda, Ricarda había elegido el lugar donde se erigió la abadía de Andlau cuando se retiró a los bosques a meditar y encontrar consuelo ante las acusaciones vertidas contra ella por la corte y su propio marido. Allí se le apareció un ángel que le dijo que sería un oso el que le indicaría el lugar donde erigir el monasterio. Es por esa razón por la que a veces se representa a Ricarda con este animal a su lado.
Nombrada abadesa años después, también dedicó parte de su tiempo a escribir versos piadosos. Allí vivió hasta su muerte, el 18 de septiembre de 895.
Ricarda se había ganado el cariño de la zona de Andlau nombrándola su patrona. Considerada como la protectora de los incendios, la que un día fuera emperatriz del Sacro Imperio Romano Germánico, fue canonizada por la Iglesia. En 1049, el Papa León IX ordenó que sus restos fueran trasladados a un emplazamiento nuevo donde sus fieles pudieran venerarla como merecía.