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Herman Melville (1819-1891) empezó su carrera literaria narrando aspectos autobiográficos. Su captura por una tribu caníbal en Taipi: Un Edén Caníbal (Typee: A Peep at Polynesian Life, 1846) o cómo sobrevivió tras salir de la cárcel en Omoo: A Narrative of Adventures in the South Seas (1847). Su tercera obra (Mardi, and a Voyage Thither, 1849) supuso un cambio notable de enfoque y cosechó un rechazo rotundo.
A partir de ahí Melville intenta conectar con su público pero experimenta más fracasos que éxitos hasta el punto de que cuando fallece (28 de septiembre de 1891, hace ahora 130 años) es un escritor casi desconocido. De hecho, las noticias necrológicas cometieron errores tanto en su nombre como en el título de su obra maestra a la que denominaron Mobie Dick.
Con el título de Moby-Dick; or, The Whale (1851) Melville da la imprenta una novela que supuso un fracaso comercial y obtuvo una crítica adversa. Sólo en la década de 1920 será redescubierta. Hoy es justamente considerada una obra cumbre de la literatura estadounidense y mundial.
La novela abre de un modo tan célebre como evocador: «Llamadme Ismael, Call me Ishmael». Ismael contará sus perplejidades, sentimientos y reflexiones, sus expectativas y decepciones.
El capitán Ahab perdió una pierna entre las fauces de una ballena y acaba obsesionándose hasta límites inauditos. Con esos mimbres, ¿se puede construir una obra genial? Melville lo hace porque percibe y transmite que la historia de todo hombre cabe en ese relato, la historia de la humanidad está contenida en las posibilidades que muestra Ismael.
En cierto sentido, es la historia de Ahab. Pero hasta el capítulo XXVIII sólo hay ciertas alusiones al capitán. ¿Qué se narra antes? El contexto, el marco que permite entender el drama.
Para empezar, en el mundo hay parte terrestre y porción acuática. Y todo es mundo y todo es vida. Pero cada sección tiene sus reglas y los hombres se acomodan de modo diverso. El puerto divide las dos partes del mundo, pero es tierra. «El puerto es compasivo: en el puerto hay seguridad, consuelo, hogar encendido, cena, mantas calientes, amigos, todo lo que es benigno para nuestra condición mortal».
Quien sólo vive en tierra, quien aspira a una vida donde todo es benigno, aspira al paraíso. Y está bien desear el Edén. Pero esa tierra dichosa no es accesible a la vida humana que más bien «es un barco en su viaje de ida». Por eso, «sólo en estar lejos de tierra reside la más alta verdad, sin orilla y sin fin, como Dios». Para volver a puerto, primero hay que navegar: navegar es necesario.
En el mar está el riesgo, el ser y sentirse una débil criatura a merced de las inclemencias del destino. Del mal, del sufrimiento. Y del leviatán, de lo monstruoso. En la lejanía del hogar encendido, los amigos y las mantas calientes, el mal nos encuentra y nos hace sufrir. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cómo reaccionar? ¿Por qué y para qué lo permite Dios? ¿No puede evitarlo, no quiere?
Antes de enfrentarnos a Ahab, Isamel nos pone en contacto con una serie de personajes que representan mundos espirituales que confluyen y contemplan el drama central, el problema del mal y cómo afrontarlo. Queequeg, el arponero caníbal es animista; Ismael, presbiteriano; los propietarios del Pequod son cuáqueros. El contexto está repleto de enfoques religiosos y referencias bíblicas y el propio Ahab es transcripción de Acab, el antiguo rey de Israel.
Un hombre misterioso, de nombre Elías, les avisa, les da señales ¿de qué? No sabemos, los profetas no siempre son claros… En la capilla de los balleneros asistimos a una exégesis del libro de Jonás: el hombre ha sido puesto en el mundo con un propósito, con una misión; la historia de Jonás es la historia del hombre que intenta escabullirse de Dios, intenta huir de su razón de ser. Entonces Dios prepara una ballena, un leviatán, para ayudarle a encontrar su camino.
Ahab es, por tanto, un hombre como nosotros, como Jonás, como Job. Que se enfrenta, como todos, al mal.
Para mostrar qué entiende por mal y leviatán hace una referencia explícita al libro de Job: «¿Quién escribió la primera noticia de nuestro leviatán? ¿Quién, sino el poderoso Job?».
Se recordará que Job se queja a Dios por su situación, le recrimina que no haya tenido en cuenta sus buenas acciones. Dios responde, habla con Job, le hace recapacitar: ¿pretendes tener razón y culparme a mí? Veamos tus razones, dice Dios, explícame dónde estabas tú cuando hice el universo, cuando separé las aguas; entre otros aspectos notables, le pregunta: «¿Puedes pescar a Leviatán con anzuelo o sujetar con un cordel su lengua?», ¿puedes acabar con el mal? Parece que Ahab haya oído esa pregunta y haya respondido: Sí. Puedo y lo haré. Acabaré con el leviatán, con el mal, con el sufrimiento. Lo exterminaré.
El alcance del relato es enorme. Para ello hay que darse cuenta de que Ahab no es un ser desquiciado poseído por el espíritu de la venganza. O no es sólo eso. Ahab tiene mujer y un hijo, tiene hogar al que volver, amigos que lo aprecian y que señalan una clave importante: «herido, fulminado o como sea, Ahab tiene su humanidad». Por eso, Ahab es como cualquiera de nosotros; su respuesta ante el sufrimiento es la que podría dar cualquiera de nosotros; por eso, Moby Dick narra la presencia del mal que nos ataca, nos rompe las piernas y nos impide caminar por soltura por el hogar, por el Edén. Y si el leviatán es el mal, Ahab somos o podemos ser cualquier de nosotros.
El leviatán está ahí siempre acechando o atacando. Y la parte de nuestra humanidad que quiere seguridad, consuelo, comodidad, se revela. Quiere destruir el leviatán, sujetar con cordel y hacer morder el anzuelo a ese monstruo.
Es la historia humana. Ahab quiere destruir el mal con el odio, a Moby Dick con la venganza. El señor de los anillos muestra la misma historia. Pero Tolkien sabe que cada vez que un hombre odia (aunque odie al Leviatán) envenena su alma y el Señor Oscuro engrosa sus filas con un nuevo recluta. Ahí nos jugamos mucho o, quizá, todo.