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Su único delito fue no renegar de sus principios, no alejarse de su fe, a pesar de saber que su decisión decidiría su dramático destino. Ese fue el camino que tomaron muchos católicos en la Europa ocupada por el nazismo. Hombres y mujeres, religiosos y laicos, que se enfrentaron a la sinrazón de un régimen dispuesto a exterminar a todo aquel que no comulgara con sus ideas. Mártires que dieron su vida y recibieron la recompensa de los altares.
María Jadwiga Kotowska fue una mujer humilde y trabajadora cuya vida no habría trascendido si no fuera por su terrible muerte. Fue, como tantas otras jóvenes, llamada a dedicarse a los demás. Pero el destino quiso que tuviera que enfrentarse a la dura prueba de tener que elegir entre una vida sin principios o una muerte leal a sus creencias.
María era una mujer polaca que había nacido en Varsovia el 20 de noviembre de 1899. Creció en una extensa familia cristiana, rodeada del cariño de sus padres y hermanos. Su padre, Jan Stanislaw Kotowski, un músico de profunda fe, trabajaba como organista en la Iglesia de los Dominicos de Varsovia. Su madre, Sophia Barska, era una mujer apasionada de la literatura.
En octubre de 1918, María ingresó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Varsovia. Dos años después, el Ejército Rojo invadía Polonia y María decidió unirse a la Cruz Roja para trabajar en un hospital de campaña, donde permaneció durante ocho meses. Esta labor le valió el reconocimiento público al recibir la Cruz al Servicio “Polonia Restituta”.
Poco tiempo después, junto a otras jóvenes, decidió tomar los hábitos, ingresando en la Congregación de Hermanas de la Resurrección. El 19 de abril de 1922 escribía a la Superiora General, la Madre Antonine Soltan, para pedirle que la aceptara en el convento: “Deseo vivir y morir por Cristo, amándole por encima de todo, porque Él es mi Gran Amor, mi Señor, mi Dios, mi Todo”.
María interrumpió sus estudios de medicina y en 1924 profesaba con el nombre de Hermana Alicia. Cuando María anunció su decisión a su familia, quedaron sorprendidos.
Su padre, afirmaría años después: “Dios se llevó a mi hija predilecta, pero ¿podría haberme enfrentado a Dios?” Dentro de la congregación, Alicia se dedicaría principalmente a la docencia. En 1934 se trasladó a la localidad polaca de Wejherowo donde primero ejerció como maestra en el centro educativo de la congregación, del que terminaría siendo directora y superiora.
La Hermana Alicia se hizo querer por sus hermanas, todas querían estar a su lado, por su humildad, simpatía y dedicación a los demás. La Hermana Teresa Matea Florczak, en su libro Like a drop of water in the ocean: the life and martyrdom of Blessed Sister Alice Kotowska, Sister of the Resurection, explica que la “Hermana Alice era un ejemplo vivo de que la fidelidad es garantía de paz y alegría. La hermana Alice irradiaba un ánimo equilibrado y estable, era gentil y siempre sonreía. A las hermanas les gustaba estar cerca de la ella. La hermana Cyrila Matuszczak incluso le pidió a la superiora que le asignara un lugar en la capilla junto a la hermana Alice, porque de alguna manera era posible orar mejor junto a ella. Las hermanas sentían instintivamente su unión con Dios”.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial y la invasión de Polonia por parte de los nazis puso a todas las congregaciones religiosas, principalmente a las que no dudaron en ayudar a los judíos, en el punto de mira de las autoridades del nuevo régimen alemán.
El convento en el que Alice había asumido el cargo de superiora, pronto fue tomado por el ejército alemán. Las monjas fueron recluidas en el primer piso. La madre Alice estaba preocupada por las religiosas que tenía a su cargo y por los niños que ya no podían acudir a la escuela, pero mostró siempre gran serenidad, siendo para todos “un ángel de paz”.
Alicia fue delatada por un jardinero de la comunidad al que perdonó por haberla entregado a la Gestapo. Cuando Alice salió del convento, las monjas quedaron totalmente desoladas. No se creyeron ni por un momento las palabras del soldado alemán que les aseguró que “estaba en buenas manos”.
Junto a otros religiosos de la zona, fue encarcelada en la prisión de Wejherovo. Su cautiverio duró muy poco tiempo. Días después de permanecer en prisión, dando consuelo a otros allí detenidos, entre ellos niños judíos inocentes, Alicia fue fusilada en un bosque cercano junto al resto de prisioneros. Sus cuerpos fueron quemados y de Alicia solamente sobrevivió su rosario.
El 13 de junio de 1999, sesenta años después de su atroz asesinato, el Papa Juan Pablo II se trasladó a Varsovia para oficiar la homilía en la que fue beatificada junto a otros mártires del nazismo. Entre ellos había obispos, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos que habían perdido la vida por defender su fe. El pontífice recordó a aquellos que “dieron la vida por Cristo; dieron la vida temporal, para poseerla por los siglos en su gloria. Es una victoria particular, porque la han conseguido representantes del clero y laicos, jóvenes y ancianos, personas de todas las clases y estados”.
“Si hoy nos alegramos por la beatificación de 108 mártires, clérigos y laicos, - añadía Juan Pablo II - lo hacemos ante todo porque son un testimonio de la victoria de Cristo, el don que devuelve la esperanza. […] Los beatos mártires nos dicen en nuestro corazón: Creed que Dios es amor. Creedlo en el bien y en el mal. Tened esperanza. Que la esperanza produzca como fruto en vosotros la fidelidad a Dios en cualquier prueba”.