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Cuando nos casamos, atravesamos ese puente colgante que hace que vayamos construyendo a través de nuestros pasos, una nueva vida en común, vamos recorriendo nuestro proyecto de vida, desarrollamos nuestra vocación.
Poco a poco, vamos llenando de vida ese proyecto, a medida que van llegando los hijos, fruto de ese amor verdadero y generoso entre los de los padres, con los consiguientes cambios que de ello se deriva.
Otras, cuando esos hijos no llegan, la vida se genera en el amor entre los esposos y cómo se expande a los que les rodean, sigue siendo un amor fecundo, que da vida. Amoris Laetitia 165 “ El amor siempre da vida”.
Vamos creciendo en edad y nuestros hijos nos enfrentan a una realidad nueva en la que ya no son los niños dulces de antaño, sino esos chicos y chicas que parecen malhumorados y nos sacan dos cabezas, que responden con monosílabos y se abstraen en sus redes sociales y en sus amigos, ¿donde está ese bebé regordete que sacaba las sonrisas de toda la familia?
Ese bebé tan simpático, está lidiando su propia batalla personal, para encontrarse a sí mismo e ir madurando como persona. Poco a poco va tomando sus propias decisiones, elige carrera, inicia una vida profesional, encuentra otra persona con la que compartir su vida y decide iniciar su propio camino, sale de casa.
Esa salida, deja un vacío en el hogar que sólo una madre o padre que ha pasado por ello, sabe describir, por algo lo llaman el síndrome del nido vacío. Es cierto que en los últimos tiempos, muchos padres desearían que este momento se adelantara, pero eso es otra cuestión.
De repente, nos encontramos junto a ese marido o esa mujer que un día nos conquistó el corazón pero que a penas conocemos, porque el devenir de la vida nos ha posicionado en realidades muy diferentes, trabajos, problemas y obligaciones que nos han enfocado en todo menos en nuestra esposa /o.
Unido a esta realidad, nos encontramos con la propia evolución personal, hormonal y física y psicológica de todo ser humano, que hace que en ocasiones nos encontremos atravesando un desierto emocional que genera verdadero sufrimiento.
En muchos matrimonios, esta vivencia hace que se desarrolle un verdadero vacío en la relación: ya no nos encontramos, no tenemos temas de conversación porque vivimos en un constante reproche; la pasión y el enamoramiento de años atrás ha desaparecido.
Y en ese sufrir generamos una huída, que se manifiesta en ocasiones en un compulsión ( compras a todas horas, salidas con amigos, excesivo uso del móvil, redes sociales o internet, deporte, alcohol, etc…), huida que refleja un verdadero sentimiento de soledad.
Los que trabajamos con matrimonios, somos muy conscientes esta realidad en muchos matrimonios.
Vivimos lo que el Papa Franciso en Amoris Laetitia denomina la Transformación del amor.
En esta transformación hemos de ser capaces de reconocernos en el nuevo momento que nos depara la vida. Es verdad que cada uno puede traer consigo heridas no sanadas de su pasado en pareja, pero si somos conscientes de nuestro compromiso y queremos disfrutar de esa nueva realidad, podremos dar un paso al frente para cambiar aquellas cuestiones que nos están impidiendo vivir esta nueva etapa en plenitud.
¿ Cómo? La clave está en querer hacerlo y para ello necesitamos confiar en la persona que nos acompaña, nuestra esposa, nuestro esposo, sólo así, cambiando nuestra mirada, podremos reconocernos en nuestra nueva realidad y recuperar la ilusión para querernos bien y en plenitud.
Siendo protagonistas de nuestra propia historia, seremos capaces de vivir intensamente esta nueva etapa, en la que quizás en esa transformación del amor, a través de nuestra mirada al otr@ podremos mirarnos también a nosotros mismos con cariño, siendo conscientes de la belleza del proyecto que tenemos entre manos, viviendo una etapa diferente, no por ello, menos fecunda.
Para ello necesitamos reencontrarnos, hablar, disfrutar de las pequeñas cosas y dedicarnos momentos y gestos de ternura. No mirar desde el rencor, sino desde el amor que en su día nos hizo comprometernos.
Nunca es tarde para recuperar y revivir ese amor, para redescubrir la belleza del matrimonio y ser testigos de su fecundidad de nuestro amor. Merece la pena.