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Uruguay es el segundo país más pequeño de Sudamérica con una superficie de 176 215 km² y 3.5 millones de habitantes. Su singularidad en torno a lo religioso ha despertado el interés en los estudiosos de los procesos de secularización y particularmente de los modelos de laicidad. Uruguay fue creado como Estado independiente en 1828, otorgándose una Constitución en 1830, con una población en su mayoría de origen europeo.
El proceso secularizador uruguayo fue muy peculiar en el continente, seguidor del modelo francés de inspiración jacobina, que buscaba la unificación de la sociedad mediante la anulación de cualquier signo de diversidad, especialmente la religiosa.
En primer lugar, porque la Iglesia Católica, religión de Estado desde la declaración de independencia en 1830 hasta su separación en 1919, tenía una presencia mucho más débil que en otros países de la región, debido a su tardía implantación como la debilidad institucional.
La Iglesia Católica en Uruguay no alcanzó la hegemonía cultural que tuvo en otros países del continente. A esto podríamos agregar la fuerte presencia de la masonería y la temprana introducción del culto protestante en 1843.
Alberto Methol Ferré subraya que el jacobinismo alimentado de anticatolicismo popular que traían los inmigrantes no encontró en la Iglesia Católica un enemigo difícil de vencer. Y ya en 1900 los católicos eran una minoría relativa. Historiadores uruguayos como José Pedro Barrán detallan que el anticlericalismo ganó la calle y llegó a reunir manifestaciones de quince mil personas en una ciudad de doscientos mil habitantes. En esos años la folletería anticlerical llegaba a gran parte de la población.
El “jacobinismo” es una doctrina política surgida durante la Revolución francesa que defendía un republicanismo radical. Su visión de la indivisibilidad de la nación los llevaba a defender un Estado fuerte y centralizado. Se caracterizaron por la voluntad de un cuerpo social homogéneo, no admitiendo ninguna forma de diversidad individual o colectiva. En el siglo XIX los movimientos de inspiración jacobina en el Uruguay fueron fuertemente laicistas y anticlericales.
A diferencia de otros países de América Latina, la presencia de la Iglesia Católica no era en los hechos un poder difícil de enfrentar, porque no era poderosa ni rica.
Por otra parte, la aceptación de ser católico y masón a la vez por buena parte del clero, la burguesía y la intelectualidad de la época, mostraban la presencia de un catolicismo liberal enfrentado a sectores más conservadores.
Entre 1865 y 1878 existió un fuerte conflicto intelectual plasmado en los medios de comunicación y centros de pensamiento católicos y liberales. En la segunda mitad del siglo XIX se tomaron medidas de secularización previas a la separación que se concretó en 1919. De hecho, en 1861 se secularizaron los cementerios y en 1877 la Ley de Educación secularizó la educación. En 1879 el Registro Civil pasa a manos del Estado y en 1885 la Ley de Conventos declaró sin existencia legal a todos los conventos.
En ese mismo año la Ley de Matrimonio Civil impidió casarse por Iglesia sin previo casamiento civil. En 1906 se quitaron los crucifijos de los hospitales y en 1907 se suprime toda referencia a Dios en el juramento de los parlamentarios. En ese mismo año también se promulgó la Ley de Divorcio por causal, y en 1913 “por la sola voluntad de la mujer”. Así, el clima sociocultural, las tensiones entre el joven Estado y la Iglesia, los conflictos intelectuales y las diferentes medidas adoptadas por el Estado llevaron a la reforma constitucional que separó a la Iglesia y al Estado en 1917 y que entró en vigor en 1919, en cuyo artículo 5°, que se mantiene igual hasta nuestros días, se lee: “Todos los cultos son libres en el Uruguay. El Estado no sostiene religión alguna”.
Un dato significativo es que en 1919 se secularizó el nomenclátor de más de treinta pueblos, que tenían nombres de santos. En el mismo sentido, y por decreto del Poder Ejecutivo, la “Semana Santa” pasó a llamarse “Semana de Turismo”.
Según la mayoría de los investigadores consultados, el conflicto se agudizó debido a intransigencia de las posturas antimodernistas de los sectores más conservadores de la Iglesia, enfrentados con los católicos liberales y la fuerte presencia de la masonería en Uruguay. Estas tensiones generaron un fuerte anticlericalismo ante el cual los católicos asumieron la actitud de refugiarse en una suerte de gueto, aislándose en instituciones propias y con una progresiva pérdida de influjo social y cultural.
El desplazamiento de la dimensión religiosa hacia el ámbito privado, que no necesariamente aconteció en otros procesos de secularización, fue típico del caso uruguayo. México y Estados Unidos son dos casos ampliamente conocidos por la presencia pública de lo religioso y su injerencia en la vida social y cultural, mientras que el Estado es laico.
En Uruguay el Estado procuró eliminar las diferencias, buscando la unidad del cuerpo social y una homogeneidad cultural que invisibilizó las particularidades escondiéndolas en el ámbito de lo privado. Este reflejo jacobino de enviar a los márgenes de la vida social a la religión, terminó sacralizando al Estado en una “religión civil”, como sucedáneo de la religión, que tomó dimensiones míticas, con sus ritos seculares y su devoción incuestionable al Estado laico.
Por otra parte, la secularización del Estado no debe confundirse con la secularización de la sociedad, la cual puede presentar todas sus razones en la deliberación pública, entre ellas también las religiosas. Cuando se dice que el Uruguay es “un país laico”, debe entenderse como referido al Estado laico, no a la sociedad en su conjunto, como si no tuviera creencias religiosas. Algo que en Uruguay cuesta mucho comprender es la diferencia entre Espacio Público y Estado, así como entre secularización de la sociedad y del Estado. Que el Estado sea laico y no profese ninguna religión, no significa que en la vida pública de los ciudadanos la religión tenga que ser algo que deba ocultarse o reducirse a la vida privada. La realidad de esta diferencia está a la vista en las cifras que arrojan las investigaciones sobre las creencias de los uruguayos.
Si bien la Iglesia Católica nunca ha sido hegemónica ni determinante socialmente por su tardía implantación y el modo en que se dio el proceso secularizador, la sociedad uruguaya no es arreligiosa. Actualmente el 80% de los uruguayos afirma creer en Dios y hay un 20% de ateos y agnósticos (no diferenciados correctamente). El 38% se dice católico (de estos, solo el 15% asiste alguna vez a alguna celebración religiosa en el año) y los católicos practicantes son un 4%. El 24% se definen como “creyentes sin afiliación religiosa” (“Creo en algo, pero no tengo religión”), aunque en algunas mediciones llegan al 35%, siendo con claridad la tendencia en aumento constante. Se estima un 10% de evangélicos, de los cuales el 75% es pentecostal. Los cultos afrobrasileños (mayoritariamente la umbanda) son un 5%. Luego hay expresiones religiosas minoritarias que no superan el 1% (judíos, musulmanes, budistas y espiritistas, entre otros). Según el seguimiento que realiza la Arquidiócesis de Montevideo sobre la totalidad de las parroquias de la capital, la asistencia a misa descendió de 59.217 personas en 1979 a 26.760 en 2016. A diferencia de otros países de América Latina, el éxodo de católicos no es tanto hacia los grupos evangélicos pentecostales, sino hacia la indiferencia religiosa o hacia el grupo de los “creyentes sin afiliación religiosa”.
Cada vez más los evangélicos no se autodenominan evangélicos sino genéricamente cristianos, lo cual dificulta algunos análisis. Otras investigaciones mantienen a los evangélicos entre un 10% y un 15 %, aunque los mismos investigadores evangélicos entienden que no es mayor a 10%. Lo que sí es claro, es que a diferencia de países latinoamericanos que tienen menos de un 50% de católicos, el número de evangélicos es significativamente menor en Uruguay.
Por otra parte, según el seguimiento que lleva a cabo el Arzobispado de Montevideo, en la capital la asistencia a misa en casi 40 años ha descendido a más de la mitad, de casi 60.000 asistentes en la década de los 80, la caída se acelera en la década del 90 y llega al 2016 con menos de 30.000.
En Uruguay el porcentaje de ateos, agnósticos y creyentes sin afiliación religiosa es el más alto del continente y donde los católicos practicantes han sido siempre una ínfima minoría, con cada vez menos incidencia cultural. A su vez, la capacidad de la Iglesia para dialogar con el mundo no cristiano y para hacer presente su mensaje en un lenguaje comprensible a un mundo laico y plural, ha sido siempre su nota característica y su principal desafío a diferencia del resto de los países latinoamericanos. Suele ser muy difícil explicar a quienes viven en una cultura de matriz católica, lo que significa vivir la fe como una minoría cultural. Esto les ha dado a los creyentes una relación muy horizontal de diálogo y encuentro con diferentes formas de pensar y de vivir.
El desafío de ser cristianos sin privilegios, sin relevancia pública, ha creado a veces católicos acomplejados con su fe que sufren discriminación por fuertes prejuicios e ignorancia religiosa, pero también ha dado lugar al surgimiento de católicos convencidos y comprometidos con la sociedad en la que viven, donde no se es católico por herencia cultural, sino por elección.