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El 25 de junio de 1678 marcó un antes y un después no solo en la vida de una mujer veneciana con amplias dotes intelectuales y una capacidad de sacrificio excepcionales. Aquel día, se rompía un pequeño trozo de un importante techo de cristal para las mujeres.
Tras siglos de existencia de las universidades en Europa, una mujer alcanzaba el título de doctora en filosofía. Tal era la expectación, que el acto no pudo realizarse en las salas universitarias y tuvo que organizarse en la mismísima Catedral de Padua.
Antes de llegar a ese momento, la joven doctora había dedicado buena parte de su corta vida al estudio. Y lo había hecho gracias a la apertura de miras de muchos de los hombres que la rodearon.
Elena Lucrezia Cornaro Piscopia había nacido el 5 de junio de 1646 en Venecia. A pesar de ser hija ilegítima, su infancia fue la de una niña privilegiada. Ella y sus hermanos crecieron en un hogar feliz en la icónica Plaza de San Marcos. No solo recibió el cariño de los suyos.
Su padre, un reputado procurador de la república veneciana, pronto se dio cuenta de la inteligencia de su hija y no dudó en darle, siguiendo el consejo de un amigo de la familia, el sacerdote Giovanni Fabris, una educación excepcional de la mano de los mejores tutores.
En poco tiempo, con apenas siete años, Elena ya dominaba varios idiomas, como el latín, el griego, el español o el francés y se iniciaba en el estudio de las matemáticas, la filosofía y la teología. Alumna aventajada, Elena se sumergió también en estudios musicales, aprendiendo a tocar distintos instrumentos.
Además de su vocación para la cultura y el saber, Elena Cornaro era una mujer piadosa que de niña había hecho votos de castidad secretos y en 1665 tomaba los hábitos como oblata benedictina. Dedicaba entonces parte de su tiempo a realizar obras de caridad y ayudar a los más necesitados.
En 1669, Elena Cornaro traducía al italiano el Coloquio interior de Cristo redentor al alma devota, del monje Giovanni Laspergio. Esta traducción hizo que la joven estudiante y su talento fueran conocidos por un importante número de eruditos y pronto empezaron a invitarla a participar en sociedades intelectuales. La sociedad veneciana Accademia dei Pacifici llegó incluso a otorgarle el honor de nombrarla presidenta.
Pero el verdadero salto importante en su vida llegó de la mano de su tutor de filosofía, Carlo Rinaldini, quien solicitó a la Universidad de Padua que la aceptaran para el doctorado de teología. Ante la negativa de que cursara dichos estudios, se le concedió la posibilidad de estudiar filosofía. Elena no desaprovechó la oportunidad y meses después conseguía alcanzar su sueño de convertirse en doctora.
La presentación de su tesis despertó tanta expectación que los edificios universitarios no pudieron albergar a todas las personas que se habían acercado hasta Padua para escuchar a aquella mente prodigiosa. La catedral se convirtió entonces en escenario de la gloria de Elena Cornaro, quien durante una hora habló en latín clásico sobre el pensamiento aristotélico.
El acto terminó con la solemne entrega de los símbolos que convertían a Elena Lucrezia Cornaro Piscopia en la primera mujer en la historia en recibir un doctorado universitario en filosofía. Su maestro, Carlo Rinaldini, que tanto había luchado porque su joven pupila llegara a ese momento, le otorgó la insignia de doctora, el libro de filosofía, y le colocó solemnemente la corona de laurel, el anillo y la muceta de armiño.
Convertida en doctora, Elena Cornaro continuó con sus estudios y dio también clases en la universidad. Sin olvidarse de sus responsabilidades como oblata benedictina y de sus oraciones y ayunos impuestos para alcanzar la pureza de espíritu. Una vida intensa, en la que quedaba poco tiempo para el descanso y que terminaría haciendo mella en su cuerpo, enfermo desde hacía tiempo. Su voluntad no pudo con el desgaste físico. En 1684, cuando todavía tenía mucha vida por delante, tenía apenas treinta y ocho años de edad, una tuberculosis terminaba con ella.
Fueron muchos los que lloraron su muerte. Su cuerpo fue enterrado en la Basílica de Santa Justina pero se celebraron igualmente responsos en su memoria en distintas ciudades de Italia.
Tras ella, solamente un puñado de nombres se incorporaría a la exclusiva lista de mujeres universitarias en los siguientes años. Aún tendrían que pasar muchos siglos para que el techo de cristal se rompiera definitivamente. Pero Elena Cornaro abrió una importante brecha en él.