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Durante años trabajé en la asistencia social tanatológica, esto es, ayudar a bien morir a las personas. Observé a doña Conchita (una enfermera con muchos años de ejercer su profesión), asistir en sus necesidades fisiológicas a quienes en su solitaria indigencia y debilidad no podían levantarse de su cama; también limpiar sus vómitos o lavar con esponja aquellos cuerpos de extrema delgadez y rasgos depauperados.
Lo hacía con la frente perlada de sudor, lo que reflejaba su esfuerzo interno por vencer su natural repugnancia, mientras sostenía una amable sonrisa y conversación.
Un día le pregunté cómo era que podía hacer tales labores manteniendo un espíritu que ayudaba a sostener a los enfermos en su dignidad. Algo que necesitaba comprender desde su vivencia personal, pues me edificaba grandemente con su ejemplo. ¿Cómo actuar cuando cuidar causa repulsión?
Lo que hizo fue invitarme a un café a su modesta casa, una tarde de sus descansos, donde para mi fortuna, se extendió en su amable respuesta. Y me contó:
—Hubo un tiempo en que no podía sustraerme en absoluto, a mi repulsión, por lo que en la medida de lo posible evitaba las actividades a las que se ha referido. Sin embargo, era necesario que alguien las hiciera, y ese alguien, podía y debía ser yo —me contestó serena y pensativa.
Un día le pedí a Dios que pudiera superarlo, aun cuando bien sabía que no podría dejar de “sentir” lo naturalmente desagradable. Lo pedí reconociendo que, además de atención clínica y una simple higiene, los enfermos necesitaban un trato de verdadero acogimiento y respeto a su humanidad.
Y recibí su inspiración: podría lograrlo.
Al día siguiente lo intenté, hasta que, sin poder evitarlo, me evadí para vomitar a escondidas.
Los siguientes días volví con nuevos intentos, pero me sentí igualmente rebasada. ya dudando en perseverar, comencé a preguntarme:
¿Por qué tengo que ser yo, alguien reducido a sus sentimientos sensibles? ¿Cuál puede ser el modo de sobreponerme al asco y la aversión para transformarlos en sonrisas y ternuras verdaderas?
Fue entonces cuando me di cuenta de que no sería máximamente yo misma, si en los más desagradables servicios a los enfermos obraba solo cautiva de mis sentimientos sensibles, sino libre de ellos por mi voluntad amorosa. Libre, en el sentido de que podría sentir desagrado, pero no consentir en sentirme abatida por ello.
Que esa era la mayor verdad del amor, y debía asumirla.
Así, con esfuerzo empecé a meterme dentro de mi aversión para transformarla en “otros sentimientos” igual de reales, pero con mucho mayor valor que los que brotan solo por lo sensiblemente agradable.
Por ese camino me abrazaría a la cruz de mis enfermos, con toda mi voluntad.
Hoy en día, lo cierto es que con menos esfuerzo que al principio, aún me sigue costando vencerme, pero solo de esa forma dejo de arrugar el entrecejo y puedo sonreír más —terminó diciendo con auténtica humildad.
—¿Qué les diría a las jóvenes enfermeras que enfrentan una situación como la que usted superó?, le pregunté con la lección bien aprendida y segura de su respuesta.
—Que nuestro yo, mediante la voluntad puede originar una nueva capacidad de amar inspirándose en razones de verdad y bondad, muy superiores a las que captan nuestros sentidos, sobre todo, cuando se trata de algo verdaderamente desagradable.
Y que cuando es capaz de obrar así, incluso cuando cuidar causa repulsión, la persona es máximamente ella misma, en la expresión más profunda de su amor.
Fue una bella y gran lección hecha vida.
Por Orfa Astorga de Lira.
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