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Acaba de publicar ‘Cuando llegas’, un libro de versos y reflexiones en el que aborda sus preocupaciones de siempre, las que le han llevado a convertirse en una referencia eclesial en las redes sociales, y también en innovación pastoral.
El jesuita José María Rodríguez Olaizola es un hombre tranquilo, que disfruta con la conversación generosa y reniega de la confrontación gratuita. Preocupado por la división dentro de la Iglesia, y por la falta de caridad que a veces manifestamos los creyentes entre nosotros, le dedicó a esta cuestión su libro ‘En tierra de todos’. Uno de los más destacados, junto con ‘Bailar con la soledad’, de una extensa bibliografía que supera la veintena de títulos.
La conversación gira, sin embargo, en torno a los asuntos que desgranó en una obra anterior ‘Hoy es ahora. Gente sólida para tiempos líquidos’. Y por la amena y distendida charla se deslizan el exceso de sentimentalismo, la necesidad de tender puentes, nuestra obsesión por evitar el sufrimiento a toda costa, el Estado actual de la Iglesia en el mundo, y su reticencia ante la expresión ‘guerra cultural’, aunque no ignore que tal batalla, en realidad, sí que existe.
El lector disfrutará del gusto por el matiz y el talante conciliador de un hombre que nunca se evade de las verdades incómodas. Entre ellas, que la sociedad occidental hoy es un páramo, en lo que a conocimiento cristiano se refiere, donde hay que empezar a predicar de nuevo, casi desde cero, la palabra de Jesús. Y hacerlo, además, con nuevas formas y lenguajes capaces de llegar al corazón de las gentes de nuestro tiempo.
Me gustaría arrancar con una idea potente que expresa en el título de uno de sus libros: Necesitamos gente sólida para tiempos líquidos. ¿Cómo se hace eso? ¿Cómo se construyen personas contracorriente de la sensibilidad contemporánea?
No es fácil. Hacer diagnósticos siempre es más fácil que aportar soluciones. Lo resumiría en cuatro ideas. La primera; huir del sentimentalismo contemporáneo. La segunda, educar en el tiempo, salir de esa idea tan contemporánea de que lo único importante es el presente. La tercera, trabajar mucho la cultura de la gratitud frente a la cultura de la queja. Y finalmente, una educación con contenidos. Nos hace sólidos saber del mundo en que vivimos.
Podría añadirse una quinta: el combate del narcisismo
En efecto. Recuperar la categoría de la alteridad es esencial. En el ‘mundo espejo’ hay que recuperar una conciencia del individuo en relación con otros. Esto también aporta solidez.
Adentrémonos en cada una de sus propuestas. En relación con el emocionalismo, no es casual que el filósofo Gregorio Luri acabe de titular su último libro ‘La mermelada sentimental’.
Imagino lo que quiere sugerir y estoy de acuerdo. No tenemos que negar el sentimiento, que tiene un papel muy importante en la vida, y es un indicador que nos ayuda a elegir y valorar. Pero debemos impedir que tome el mando en todo. Para ello hay que reforzar el papel de la razón. Y eso debe educarse, porque parte de la liquidez, de la inconsistencia, del mundo en que vivimos viene de haber potenciado que la única verdad es la que sientes. Y es un error.
Tampoco es fácil ponerse de acuerdo en torno al sentimiento.
Estamos en una época en la que se llama sentimiento a puras sensaciones a las que ni siquiera sabemos poner nombre. Y que, con frecuencia, quedan reducidas a un me gusta/ no me gusta.
Pero, no es sólo eso. Hay que dar un paso más y entender que lo emocional no es toda la realidad. Que hay otro ámbito enorme que es el de las convicciones, las ideas, el conocimiento, lo que has aprendido en la experiencia. Y que por ahí llegamos a la dimensión moral de la vida.
El emotivismo refuerza la visión subjetiva de la existencia y esto conduce, con mucha frecuencia, a un cierto solipsismo. Si la realidad es lo que yo percibo, el entendimiento se dificulta.
Añadiría que esta es una vía segura para la frustración. Porque ya te puedes empeñar en que la realidad es lo que tú quieres que sea, que la realidad es mucho más. Y muchas veces te vas a dar contra muros que están ahí.
Eso genera además una imposibilidad real de encontrarte en un suelo que sirva como un mínimo común denominador para poder hablar o dialogar. Y eso es tremendo, y lo estamos viendo en muchos ámbitos de la vida. Incluso en temas serios de la política nacional.
Como no tenemos forma de ponernos de acuerdo en argumentos racionales, parece como si hubiéramos decidido refugiarnos en las verdades sentimentales.
La razón exige muchas veces ceder, y no queremos ceder en nada. Convertimos todo en una batalla, cuando la vida debería ser más bien un proyecto colectivo. Y eso implica cesiones y diálogos necesarios. Y esto no es relativismo, ni equidistancia, sino la conciencia de que en algunos temas hay que dar batallas y en otros ver cómo caminamos juntos. Pero hoy estamos más bien en una lógica emotivista que lleva a exacerbar pasiones. Y así nos va.
La segunda propuesta: Ir más allá del presente, del vivir el día.
Cuando hablo de esto suelo acordarme de una película, ‘El club de los poetas muertos’, que en su momento me gustó y luego he visto de otro modo no tan benévolo. Pero el carpe diem que proponía esa película tenía un aspecto positivo y era entender que hay algunos conflictos que no puedes estar posponiéndolos siempre. Pero, por esas fechas, se estrenó otra película distinta, ‘Historias del Kronen’, que definía el otro carpe diem: “El ayer ya se fue, y el mañana no sabemos si va a llegar. El ahora es lo único que importa”. Esto es terrible a todos los niveles. El carpe diem así entendido ha llevado durante la pandemia, en momentos en los que todavía no estaba claro lo que se podía o no hacer, a mantener comportamientos completamente imprudentes.
También es importante aprender a aplazar las satisfacciones.
Es esencial, como lo es la capacidad de lidiar con la frustración de hoy sabiendo que esa frustración puede convertirse en un triunfo y en una superación en el futuro. Cuando veo las noticias sobre la eliminación de las recuperaciones, los suspensos… ¿Qué mirada de futuro va a tener la gente si le venden una superación inmediata de los retos y las encrucijadas?
No se asume que pueda haber una verdad humana en esa capacidad para esforzarnos y para sacrificarnos, que es también capacidad para salir de nosotros mismos.
Cualquier cosa que quieras que dure o que eche raíz te va a implicar momentos de esfuerzo y de sacrificio. Y eso no es malo, es humano. El verdadero problema es que se ve como malo.
Debemos recuperar el valor del pasado, de la memoria bien utilizada, y no al servicio del presente sin más. Y recuperar la importancia del futuro, para poder planificar a medio y largo plazo, sin que la única verdad sea el ahora. Es fundamental.
El cristianismo no deja de poner en el centro de su propuesta la cruz: entender que el sufrimiento se puede trascender.
El Evangelio hay que entenderlo desde sus polaridades. Si te quedas con una parte lo mutilas. Una polaridad evangélica es ‘muerte y resurrección’; el Evangelio no es una pura cruz. Pero, al mismo tiempo, el discurso triunfalista de la resurrección, sin pasar por la pasión concreta y por la cruz, es una evasión bucólica. Son las dos cosas.
Un elemento central de la sabiduría cristiana es constatar que, en la debilidad, y también en el sufrimiento, está Dios. Hay una verdad que sólo se manifiesta en estas experiencias dolorosas. Que no es que haya que buscarlas, pero que inevitablemente nos encontramos.
La muerte es compañera de camino. Y no me refiero sólo a la propia, que llegará al final. Por el camino vamos a perder a mucha gente querida, y su muerte será dolorosa. Pero ¿renunciarías a ese dolor si eso conllevara renunciar a amarlos? Es verdad que todas esas experiencias, bien vividas, procesadas y aceptadas, hasta donde uno puede, también te van ayudando a crecer, a ganar hondura y a tomar conciencia de lo que es verdaderamente importante.
La penalización del sufrimiento tiene otra repercusión: nos desanima cada vez más a la aventura del encuentro con el otro, que siempre es potencialmente frustrante. De modo que rebajamos el compromiso para prevenir el posible dolor.
Detrás de la idea de lo líquido y lo sólido está Bauman, que ya apuntaba que los vínculos humanos se van haciendo cada vez más débiles precisamente por esto. Y entonces hay un amor líquido, una amistad líquida… incluso yo me atrevo a hablar de una compasión líquida, que son todas estas discusiones sentimentales ante episodios de supuestas injusticias, pero que, a la hora de la verdad, no llevan a ningún compromiso real ni implicación con otras vidas. Todo esto ocurre en parte por querer evitarte la parte más complicada, pesada o exigente de estas vivencias.
Tercer punto importante: reforzar el agradecimiento frente a la cultura de la queja. Es curioso esto. Huimos del malestar, pero estamos permanentemente instalados en la queja.
Cuando hace unos años leí el libro de Hughes que se titula justo así, ‘La cultura de la queja’, me pareció fascinante. Pero visto lo que ha ocurrido después, fue, además, profético, porque todo se ha multiplicado mucho más. Aquí todo el mundo tiene derecho a quejarse; estamos en el mundo de los eternamente ofendidos. Pero, agradecidos, pocos.
Esto es terrible para el propio quejica, que es incapaz de disfrutar, empeñado en ver el vaso medio vacío. Y para la gente que lo rodea también, porque vivir con alguien que está siempre protestando es frustrante.
Ahora todos somos víctimas…
Todo el mundo quiere ser víctima de algo. Aunque sea por la vía vicaria de identificarse con víctimas de verdad mediante esa fórmula de “Todos somos X”. Pero, oye, no. Espera un poco, que ponerse en el lugar de ciertas víctimas es muy complicado, y exige un gran esfuerzo de comprensión. Además, al actuar así, le estamos quitando su voz a las verdaderas víctimas.
Y luego falta una dimensión fundamental, que es reconocer lo afortunados que somos muchos, en muchas cosas. ¿Tenemos motivos para la queja? Sí. Pero tenemos muchos más motivos para el agradecimiento.
¿Ha cambiado algo el confinamiento?
Hubo un momento inicial en el que tuve la esperanza -que luego se desvaneció- de que al caer en la cuenta del valor de todo lo que hasta el día anterior dábamos por sentado, y que, de golpe, habíamos perdido, pudiese brotar una conciencia de gratitud. Porque aquello que ahora valorábamos tanto estaba claro que iba a volver. Pero hemos vuelto a la normalidad con talante de exigencia: Quiero lo mío, y ya. Ha surgido mucho menos la otra reflexión: de cuantas cosas que tengo casi garantizadas no era consciente de lo valiosas que son.
Su última propuesta: dar contenido al conocimiento, a la persona.
Vivimos en un mundo que llama experto a cualquiera, y que sustituye a los verdaderos expertos por los influencers. Hoy la opinión lo es casi todo. Tenemos una cultura audiovisual, hecha de lugares comunes, de hashtags, de trending topics… una cultura que hoy se forja más en las plataformas de streaming que en los libros. El verdadero intelectual es actualmente una figura absolutamente arrinconada en nuestra sociedad.
Vivimos en una sociedad no sólo descristianizada, sino que propugna valores que entran en conflicto radical con los que han imperado hasta ahora. Hay un conflicto ahí. ¿Lo llamamos guerra cultural?
Intento no entrar en la categoría de guerra cultural, porque me da la sensación de que, demasiadas veces, pesa mucho más el sustantivo que el adjetivo. Y parece una llamada a las armas y a la guerra, que justifica a los incendiarios de todo tipo de extremos. Tengo la sensación de que hay una mayoría silenciosa que estaría preparada para el matiz.
¿Podemos resolverlo sólo con buena voluntad y con diálogo?
Lo necesitamos resolver, sobre todo, con más formación. Es verdad que no siempre es posible encontrar un punto común, porque a veces no lo hay. A veces hay conflicto, y un conflicto real. Pero ni siquiera estamos preparados para lidiar con el conflicto. Condición previa para poder librar esa batalla cultural sería el tener una mínima educación para gestionar el conflicto.
¿A qué se refiere?
Que podamos estar de acuerdo en que no estar de acuerdo no supone demonizar al otro. Si no, estamos perdidos. Lo veo mucho en las redes sociales: cómo se pasa enseguida de la discusión de ideas al insulto personal. Si no estamos preparados para afrontar el conflicto, meterse en una guerra cultural es sólo ver quién es más fuerte.
En estos momentos la batalla se está librando en estos términos. Quien tiene la mayoría se cree con derecho a imponer sus visiones.
No lo niego. Pero para mí no es ningún ideal sustituir una apisonadora por otra. Hay situaciones en las que el conflicto está destruyendo la convivencia y necesitamos espacios en los que puedan manifestarse esas diferencias sin que sea un desgarro.
No es que yo idealice el pasado, pero tengo la sensación de que hace veinte años la convivencia era otra cosa. Pero estoy de acuerdo en que los revanchismos, las intolerancias políticamente correctas y todo esto es muy complicado de gestionar… Ser tolerante sólo con los míos no es ser tolerante. El doble rasero es un problema brutal.
Uno de los ejemplos más claros de este cambio es el aborto. Hace treinta años se alcanzó un cierto acuerdo de mínimos con la ley de supuestos, que aceptaba que el aborto era un mal, pero que debía tolerarse en ciertos casos. Pero de ahí hemos pasado a considerarlo un derecho intocable y a criminalizar a quienes se oponen. La vuelta de tuerca es espectacular.
Lo es, ciertamente. Parece que no puedes exponer ni defender que, al oponerte al aborto, lo que defiendes es la vida del no nacido. Es tremendo. Necesitamos por lo menos tener la posibilidad de expresar un punto de vista legítimo y basado en unos valores que muchos compartimos.
Usted ha manifestado en más de una ocasión su preocupación por tender puentes. También dentro de la propia Iglesia.
Este es un tema que me ha preocupado toda la vida. ¿Cómo lidiar con la diferencia dentro del seno de la Iglesia? Hace unos años volví sobre ello un poco más a fondo con el libro ‘En tierra de todos’. Lo que yo planteo ahí es que demasiadas veces dogmatizamos lo que no es dogma, y aquí está la trampa.
En las cosas esenciales de verdad, en casi todo estamos de acuerdo. El problema mayor es que convertimos en ley lo que no debería serlo. Y ejemplos tenemos muchísimos.
Las redes son un buen ecosistema para comprobarlo.
En la mayoría de los conflictos que percibo en el mundo eclesial de redes se ve que se interpreta del peor modo posible lo que el otro dice. Si tuviésemos voluntad de escuchar quizás todos aprendiéramos algo.
Quien defiende el cambio puede aprender de quien cree que hay cosas que deben permanecer, y quien defiende lo que existe también podría aprender que hay cosas que no puede seguir como están. Y eso no es relativismo, ni equidistancia, es entender que hay razones para las dos actitudes. Esa es otra de las polaridades evangélicas. Hay muchos matices en la realidad. No hay que conformarse con tres eslóganes.
Dado el rabioso cambio cultural que se vive en el mundo occidental, ¿no está siendo muy tímida la Iglesia a la hora de proclamar su verdad, pese a tener cauces para ello?
Estoy de acuerdo. Tengo la sensación de que estamos, eclesialmente hablando, en el fin de una época y el comienzo de otra. Estamos en el fin de la época de la cristiandad, un fin que se inició hace algunos siglos, pero que ahora se ha acelerado con la revolución digital y con la secularización radical que en los últimos 50 años se ha llevado por delante la gran mayoría del cristianismo sociológico que quedaba en Europa.
¿Qué se debe hacer entonces?
Ahora mismo me parece que la Iglesia tiene que ser capaz de traducir de nuevo la buena noticia y enlazarla con los gozos y esperanzas de los hombres y mujeres de este mundo.
Te encuentras con muchas personas de muy distinta condición que te transmiten la idea de que el mensaje eclesial pertenece a un mundo muerto, pasado. Pero, en realidad, tiene que ver con la vida, con la realidad cotidiana, con la búsqueda de sentido, con la necesidad de trascendencia… Es más necesario que nunca.
¿También su mensaje trascendente?
Sí. La Iglesia tiene que encontrar la manera de dar su mensaje trascendente. Si sólo convertimos al Evangelio en una moral, seremos un interlocutor más en un mundo en el que todos, de cara para afuera, defendemos más o menos los mismos valores, unos con unos acentos y otros con otros; y unos con unas hipocresías y otros con otras.
Pero lo fundamental es recuperar la capacidad de fe del ser humano y de afrontar esa gran duda del ser humano, de si existe Dios o no existe, y en función de eso encarar nuestra vida.
El cristiano debe ayudar a la gente a enfrentarse con las preguntas esenciales. Otra vez. Pero creo que la Iglesia no debe tener miedo a ir para delante en cuanto a lenguajes y formas.
Cada vez más personas reivindican el acervo cultural y de sabiduría del humanismo cristiano porque encuentran ahí elementos cruciales para afrontar las dificultades de hoy.
Totalmente de acuerdo. Yo no soy nada tira bombas en ese sentido. Cuando digo que tenemos que llevar nuestro pasado a cuestas es porque es escuela, sabiduría y equipaje muy valioso. Lo que yo digo es no debemos convertir esa convicción en una forma de nostalgia.
Usted es una de las voces católicas con más repercusión en las redes sociales. ¿Cómo ha logrado abrirse camino ahí?
En contra de lo que pueda parecer, tengo la sensación de que las redes sociales requieren una mirada de largo plazo. No van de tener éxito con un tuit, o con cien. Lo que yo intento hacer es hablar desde experiencias, propuestas, intuiciones de sentido y de interpretación de la realidad que formulo en algunos casos con un lenguaje no religioso que todo el mundo puede entender. Y en otras añado la raíz religiosa que para mí tiene.
A veces hablo de sufrimiento y a veces de cruz, por ejemplo. A veces de felicidad y otras de bienaventuranza. Pero gente que, sin ser creyente, se ha sentido identificada con lo primero, empiezan a escucharte también cuando dices lo segundo. Yo he tenido experiencias bonitas de gente que me cuenta que, tras leerme, algo se le ha encendido dentro.
¿Se trata de poner por delante lo común?
Se trata de no convertir la fe en un arma arrojadiza. Yo creo, y lo digo. Soy creyente, y soy católico, y sigo a Jesús y lo hago en comunidad, que es la Iglesia, con todas sus luces y todas sus sombras. Y esto no lo convierto en un arma arrojadiza, pero tampoco lo tengo que ocultar vergonzantemente. Es lo que soy. Además de otras muchas cosas que forman parte de mi ser. Pero esto me define.
Creo, además, que estamos entrando en una fase distinta. Estamos llegando al final de la etapa del resentimiento contra lo religioso y estamos entrando en la de la ignorancia absoluta. Y eso obliga a cambiar la perspectiva.
¿De qué manera?
Ya no tenemos que ir a la defensiva, ni al ataque tampoco, pero sí debemos ir ofreciéndole al mundo algo que creemos que merece la pena.
En educación religiosa nos vamos a ir encontrando con generaciones para las que el anuncio va a ser primerísimo anuncio: será la primera vez que oigan hablar de Jesucristo.
Habrá que difundir el contenido básico de la fe, que ya hoy es absolutamente ignorado. Mucha gente no sabe ni siquiera qué son las bienaventuranzas, por ejemplo. Tenemos mucho trabajo por delante. Pero como merece la pena, hay que ponerse a ello.