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"¡Menuda era tu abuela!. Limpiaba, si me apuras, todo el cementerio" Me dice la hermana menor de mi padre, mi tía Pilar, mientras se esmera en sacar brillo a los nombres y las fechas de la muerte de sus padres, mis abuelos Francisco y María, y una de sus hermanas, mi tía Cesárea, que se marchó demasiado pronto y demasiado rápido.
Este año ha perdido a otros dos y, entre suspiros, adecenta el lugar donde reposan, uno al lado del otro. Han muerto con 6 meses de diferencia. No sabemos si la pena por la muerte del primero fue la que aceleró la enfermedad del segundo, pero nos han dejado a todos envueltos en una profunda melancolía, como si, de golpe, se hubiera ido una parte de nuestra vida.
Mientras colocamos las flores, la viuda de mi tío Félix reza en silencio con un rosario en las manos. Se voltea para que no la veamos llorar y, cuando acaba, besa con fuerza la foto con la imagen de su rostro sonriente y lleno de energía.
Cuando nos marchamos, veo llegar a mi padre. "Ya cierro yo", me dice. Y le dejo solo con sus hermanos, mientras me ciegan los ojos las lágrimas. No puedo evitar pensar en todo lo que hemos ido dejando atrás y el vacío que dejan los que van poblando de nombres familiares, fechas y flores las calles del pequeño camposanto de mi pueblo.
Dicen que ésta es la noche de los muertos. Yo prefiero llamarla la noche de los que viven en nuestro corazón y nuestros recuerdos. De los que se fueron y de lo que somos, porque somos gracias a ellos. "Esto es la vida", dice una vecina cuando nos marchamos. Y pienso en las máscaras, los disfraces y ese empeño por convertir el día en una broma mientras olvidamos cada vez más dónde descansan los nuestros. Hoy no puedo dejar de llorar. No quiero. Porque "llorándoles", les echo de menos; rezándoles, siguen viviendo.
Y quiero ser como mi abuela. Que recordaba y rezaba a todo el cementerio.