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No sabemos cómo habría evolucionado el pensamiento de Albert Camus si un accidente de tráfico no hubiera truncado su vida a los 47 años. Nunca disimuló su admiración hacia la figura de Jesús: «Yo no creo en su resurrección, pero no ocultaré la emoción que siento ante Cristo y su enseñanza. Ante Él y ante su historia no experimento más que respeto y veneración».
No es el primer caso de un escritor ateo o escéptico que admite públicamente su aprecio por el carpintero de Galilea. Nietzsche, el apóstol del nihilismo, describió a Jesús como un «buen mensajero» que «murió tal como vivió» para enseñar a los hombres «cómo se ha de vivir».
Camus nació en 1913 en Dreán, una localidad costera del este de Argelia. Antes de cumplir 1 año perdió a su padre en la batalla del Marne. Creció en uno de los barrios más humildes de Argel. Solo gracias a una beca reservada a los hijos de los caídos en el frente pudo estudiar y acceder a los libros.
Sus maestros Louis Germain y Jean Grenier apreciaron sus extraordinarias cualidades intelectuales y estimularon su curiosidad, guiando sus lecturas. Aficionado al fútbol –fue portero de un equipo universitario–, no pudo ejercer la enseñanza por culpa de la tuberculosis.
Se licenció en Filosofía y Letras con una tesis sobre la relación entre el pensamiento griego clásico y el cristianismo, comparando los textos de Plotino y san Agustín. Cuando en 1939 estalló la guerra, intentó alistarse para luchar por Francia, pero el Ejército lo rechazó por su mala salud. Incapaz de resignarse al papel de simple testigo, asumió la dirección de Combat, el diario clandestino de la Resistencia, donde se encontró con Mounier, Sartre, Aron y Malraux.
La editorial Debate acaba de publicar en el libro La noche de la verdad la totalidad de los textos que Camus escribió para Combat entre marzo de 1944 y junio de 1947.
Entre 1942 y 1947, Camus publica El extranjero, El mito de Sísifo, Calígula y La peste, consagrándose como escritor. En 1951, aparece El hombre rebelde, el ensayo que implica su ruptura definitiva con el marxismo. Horrorizado por el totalitarismo soviético, profesa un anarquismo más existencial que político. En 1957 se le concede el Premio Nobel.
El 4 de enero de 1960 pierde la vida en accidente de coche. Últimamente ha cobrado fuerza la tesis de que el KGB saboteó el vehículo para librarse de un intelectual incómodo.
El éxito sonrió a Camus, pero –poco antes de morir– confesó al reverendo Howard Mumma: «Soy un hombre desilusionado y exhausto. He perdido la fe, he perdido la esperanza. Es imposible vivir una vida sin sentido». Años más tarde, Mumma publicaría sus conversaciones con el escritor en un libro titulado El existencialista hastiado. A pesar de no creer en Dios y pensar que el universo era absurdo, Camus nunca renunció a cambiar de perspectiva: «Voy a seguir luchando por alcanzar la fe».
Charles Moeller, sacerdote, teólogo y autor de la monumental Literatura del siglo XX y cristianismo, dedicó unas páginas memorables a reflexionar sobre la obra de Camus, señalando que siempre fue un autor con una gran inquietud espiritual, donde palpitaba con fuerza el deseo de justicia y trascendencia.
Su pesimismo nunca fue fruto del oportunismo o la moda. En Calígula, el emperador loco afirma con desgarro: «Los hombres mueren y no son felices». Tras perder a su hermana Drusila, Calígula exclama: «No soporto este mundo. No me gusta tal como es». Y, más adelante, añade: «¡Qué duro y amargo es hacerse hombre!».
Camus considera que la lucidez es una maldición cuando no se atisba otro horizonte que la indignidad de la muerte. Su actitud recuerda a Unamuno, según el cual quizás «no merecemos un más allá», pero sin esa expectativa la existencia resulta insoportable.
En El hombre rebelde, Camus reitera que el universo es absurdo, pero señala que la grandeza del hombre reside en saberlo y aceptarlo. Sin embargo, esa conclusión no disipará el malestar que le produce no creer en Dios. ¿Qué puede esperarse del hombre cuando no espera nada y no cree en nada?
La respuesta es Meursault, el protagonista de El extranjero, un hombre hueco que comete un crimen sin motivo. ¿Hace falta buscar un por qué en un mundo gobernado el azar y sin ninguna finalidad? En La peste, Camus pide a sus personajes lo que ya no espera de Dios: una misericordia infinita. Es una exigencia desmedida e irrealizable.
Camus es una figura trágica. Buscó a Dios en el hombre, pero, al carecer de esperanza, solo se topó con las incongruencias de la historia. Solidario y compasivo, siempre anheló un mañana para las víctimas inocentes. Su ausencia de fe le dejó suspendido en el abismo de la duda, pero el ejemplo de ese Dios tan humano que prefirió conocer la experiencia del desamparo antes que abandonarnos a nuestra suerte, tocó su corazón, impregnando su obra de una sensibilidad cristiana. Algo me dice que ahora goza de la paz de Dios.