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En el siglo XVII Pascal había enfocado la cuestión de la existencia de Dios desde la óptica de una apuesta: ¿qué consecuencias tendría para el hombre aceptar la existencia de Dios
La respuesta es conocida. Si Dios no existe pero el hombre cree, tampoco supone un gran quebrando. Si, por el contrario, Dios existe y el hombre cree se sigue un gran bien (el cielo) o un gran mal (el infierno). De ahí concluía Pascal que, por puro cálculo de probabilidades, convenía apostarlo todo a la existencia de Dios.
La serena racionalidad con la que Anselmo de Canterbury o Tomás de Aquino argumentan en torno a la existencia del Ser Supremo, está lejos del enfoque de Pascal; y, sobre todo, de la perspectiva de Dostoievski.
Aquí se trata de cómo hay que vivir de manera que nuestra vida merezca la pena. Se trata de plantarse en la existencia, en nuestra vida, de un modo radical.
Los personajes de Dostoievski no son anodinos sujetos acomodados. Son personalidades que se ven envueltas en tramas truculentas. Sienten la llamada del abismo o, más precisamente, de los abismos. O caen en las profundidades del envilecimiento o se elevan a las alturas del amor.
En el universo de Dostoievski tertium non datur: el hombre se salva o se condena, pero no se aburre en una vida plácida ni en una existencia sin sentido.
Dostoievski no cae en el error maniqueo de suponer que Dios y el diablo son dos abismos antagónicos que representan el bien radical y el mal radical. No. Es el hombre que mira a Dios quien se sitúa ante la plenitud que está sobre nosotros (que nos llama a elevarnos llenando nuestra vida de grandeza) y el precipicio que nos aboca a lo más vil y torpe. El abismo, los abismos, se abren ante el hombre que se sabe contemplado por Dios.
Se cumplen estos días doscientos años del nacimiento de Fedor Dostoievski (Moscú, 11 noviembre 1821-San Petersburgo, 9 febrero 1881) quien, en cierto sentido, explora con precisión y profundidad la idea de que si Dios no existe, no hay abismo.
Toda acción es anodina, da igual matar un mosquito que matar a un hombre. Mirar lúcidamente esta posibilidad vital y ser consecuente es lo que hacen algunos personajes de Dostoievski.
Nietzsche consideraba a Dostoievski como el único psicólogo del que había tenido que aprender algo. Si Nietzsche afirma resueltamente que Dios ha muerto, lo hace con la agudeza que le caracteriza y muestra de un modo filosófico qué consecuencias tiene esa muerte para la cultura occidental (construida sobre Atenas y Jerusalén, sobre la filosofía griega y la cristiandad); qué consecuencias tiene también para el individuo, que o bien se integrará en un rebaño y será conducido o bien se convertirá en una individualidad poderosa, autónomo y señor de su vida y destino, el superhombre nietzscheano que comparte claros y rotundos rasgos con no pocos personajes de Dostoievski: Raskolnikov (de Crimen y castigo, 1866) o el hombre del subsuelo (Memorias del subsuelo, 1864) por poner sólo unos ejemplos.
El hombre es reclamado por el mal. Y el mal, la injusticia, el dolor están tan al alcance la mano. Hacerlo y padecerlo, por otra parte. Tan cotidiano que pareciera que, como dirá Nietzsche, el mejor modo de vencer la tentación del mal es caer concienzudamente en ella.
Así viven muchos personajes de Dostoievski porque así viven muchas personas de nuestro mundo. Apasionadamente, por supuesto. Dostoievski no concibe el horror profundo de la fría mirada ante este abismo de la que hablará Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén. Un informe sobe la banalidad del mal (1963).
Desearíamos que el bien triunfase. Quisiéramos que el abismo de la grandeza se alzase siempre con la victoria inequívoca. Pero un mundo penetrado por el amor tiene en su contra las injusticias, el sufrimiento, los niños (sobre todo los niños) mutilados, humillados y ofendidos. Tantas cosas cuya existencia hace tambalear hasta la fe más firme. Y Dostoievski no nos ahorra ni un ápice de realidad.
Pone, eso sí, a personajes que se dejan sorprender por la grandeza, que entregan su vida al amor. Son personajes que aparecen como débiles, un poco bobos (el príncipe de El idiota, 1968-69) o con actitudes sorprendentes como la de Sonia en Crimen y castigo. Débiles, idiotas, quizá. Pero dotados de serenidad, profundidad y grandeza. Como corresponde a quienes son heraldos y figura de nuestra mejor posibilidad.
Dostoievski es, pues, un autor apasionado. Explota sus fobias: al socialismo, al catolicismo, a los alemanes y a los racionalistas, fundamentalmente. Se sumerge vehementemente en ellas en la vorágine de su existencia y su literatura (si es que, al final, no son lo mismo).
Su escritura se apoya, lo hemos dicho, sobre la razón rota, superada, desbordada; sobre la razón incapaz de contener lo humano. Es el tiempo de la volición, de la pasión, del eros y el thanatos, del superhombre, del desarraigo y la soledad porque ya no nos valen las respuestas de nuestros padres. Esta actitud influirá en Nietzsche y Freud, en el existencialismo, en Camus y Sartre, en Chéjov y Solzhenitsyn o, lo que es lo mismo, influirá en la literatura mundial, en el pensamiento contemporáneo y en nuestra vida (si es que, al final, no son lo mismo).