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Cada 16 de noviembre se celebra el Día Internacional del Patrimonio Mundial, con el objetivo de dar a conocer, cuidar y preservar todos los sitios naturales y culturales que existen sobre nuestro planeta.
Se trata de un catálogo de los bienes naturales y culturales que forman parte de la riqueza y la herencia de toda la humanidad, según la definición de la UNESCO y el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios.
Dentro de los 35 sitios que tiene México, el país con mayor cantidad en América, hay uno de singular historia, que involucra la fe, el trabajo de un humilde sacerdote y la necesidad de contar con agua limpia en poblaciones asentadas en el semidesierto mexicano.
Se trata del acueducto del padre Tembleque, añadido al catálogo del Patrimonio en 2015, quizá la obra hidráulica más importante en los tres siglos que duró la colonia española en México, por encima incluso del célebre acueducto de la ciudad de Querétaro.
El acueducto lleva el apellido de un fraile franciscano, fray Francisco Tembleque (nacido en 1510, en el pueblo de Tembleque, provincia de Toledo, en España) quien tardó 17 años en construirlo, fusionando técnicas occidentales y mesoamericanas.
La historia que se cuenta del fraile es que, mientras oficiaba una Misa en el pueblo de Otumba, en los límites actuales de los estados de México y de Hidalgo, se dio cuenta que muchos de los naturales que asistían padecían diversas enfermedades producto de la falta de agua e higiene.
Ya habían sido construidos algunos pequeños acueductos en la zona semidesértica que rodea a la Ciudad de México, especialmente en la zona del convento franciscano de Tepeapulco, el más cercano a Otumba.
Cooperación y técnica
El padre Tembleque vio la posibilidad de traer agua a Otumba y también a los pueblos que rodeaban al convento de Todos los Santos, en Zempoala, donde él mismo vivía. Encontró un manantial a las faldas del cerro de Tecajete, alejado casi 50 kilómetros del destino al que quería llevar el agua, beneficiando a Otumba, Zempoala y Zacuala.
Al conocer la obra, que inició varios años más tarde, el rey Carlos V expidió una cédula real que eximió a Otumba de tener que pagar impuestos por tres años, para que así ese dinero se utilizase en la construcción del acueducto.
Los dos primeros años de ese lapso se emplearon únicamente en reunir el material necesario para la obra. Y ahí se acabó el dinero. Pero los pueblos que iban a ser beneficiados participaron con lo que podían: trabajo o venta de productos artesanales para darlo al acueducto.
Según los historiadores, fueron hasta cuarenta las comunidades indígenas que trabajaron bajo la tutela de este franciscano que además de la evangelización de los indígenas confío en ellos para la mano de obra que incluía canteros, albañiles, ayudantes, peones y carpinteros.
Se calcula que cada día, entre 400 y 600 personas acudían a trabajar en la construcción del acueducto: la mitad para cargar el material, y la otra en la albañilería. Los trabajos se extendieron por 17 años, y el acueducto fue finalmente terminado en 1572.
La combinación del conocimiento y la fe del padre Tembleque y la laboriosidad constante de los indígenas dieron como resultado un monumental acueducto de 48.22 kilómetros que, además de los arcos, elevados incluye canales, reservorios, y tanques de distribución subterráneos.
Para pasar por encima de barrancas, el padre Tembleque hizo construir seis puentes, siendo el más alto el que se alza sobre el río Papalote, en el tramo de Tepeyahualco. Ahí el acueducto se levanta sobre 137 arcos monumentales, hasta una altura de 39.65, rivalizando con los arcos romanos de Europa.