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El mundo moderno, desde la Ilustración en el siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX (con la Revolución francesa e industrial), se caracteriza por el crecimiento de un Estado liberal que necesita ordenar y legislar la vida social y económica para facilitar los marcos de una progresiva industrialización de la sociedad.
Es el camino para asegurar unas transacciones comerciales abiertas en beneficio de una nueva clase emergente, la burguesía.
Todo converge para que la burguesía logre garantizarse, desde su nuevo acceso al poder político, el respeto a un nuevo y favorable estatuto de la propiedad privada. El objetivo es superar, en esa misma medida, las trabas antiguas, a menudo medievales, que limitaban su expansión económica.
El Estado liberal, centralizado y burocrático, en esta dirección desmontará vínculos, compromisos, alianzas que demoraban el advenimiento de un nuevo tipo de propiedad más individual y menos comunitaria.
Leyes al servicio de la libertad individual
En esta dirección crecerán, por ejemplo, frente al poder de los gremios, nuevas leyes de comercio, leyes unificadoras de pesos y medidas, leyes que liberalizarán los precios y las tasas de producción de bienes.
En definitiva, leyes al servicio de la libertad individual y la libertad de mercado (nacional e internacional): en una palabra, una nueva legislación capaz de crear todas las facilidades para una economía eminentemente ligada a la inversión de grandes capitales con nuevos instrumentos financieros.
Se legisla un nuevo modo de producción y a la vez se consagran las condiciones de posibilidad de un constante y expansivo crecimiento económico. Todo ello engrasado por una tecnología fabril en constante progreso (carbón, petróleo, electricidad, etc.) capaz de producir en masa junto a una tecnología en las comunicaciones capaz de transportar los bienes y los individuos tan lejos como fuera necesario (ferrocarril, barcos de vapor, etc.).
El resultado paralelo es un crecimiento de las ciudades industriales que necesitan una nueva mano de obra barata, sin especialización, para ponerse al frente de las nuevas máquinas.
Masa de trabajadores, nuevos proletarios
Con estos cambios mucha población rural y agraria pierde sus orígenes sociales y queda al albur de novísimas, y a menudo adversas, formas de vida y convivencia. Siempre en el marco de un éxodo masivo del campo a la ciudad que también desmontará una lenta economía agraria con estructuras sociales y familiares ancestrales ligadas a pequeños municipios de tradiciones seculares.
La nueva economía necesita reunir a una masa de trabajadores, los nuevos proletarios, que van a vivir en las ciudades sin vínculos que los unan en horarios laborales extenuantes. La mano de obra barata es la nueva mercancía.
Uno de los cambios es el principio del fin de la familia extensa (tres generaciones en un hogar como unidad de producción) y el inicio de la preponderancia de la familia nuclear (padres e hijos en un hogar como unidad de consumo). La nueva división del trabajo acaba con aquellos artesanos y agricultores capaces de producir todo el proceso de una mercancía, desde el principio hasta el final.
El sistema de fábrica divide la producción de un bien en una sucesión de procesos espacial y cualitativamente sucesivos y complementarios. Se pasa, en palabras del sociólogo Émile Durkheim (1858-1917), de la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica. Estamos ante la lectura de una de sus obras fundamentales, La división del trabajo social (1893).
Para Durkheim, la solidaridad social señala aquellas instancias que mantienen aunada a una sociedad, generando cohesión social. La solidaridad mecánica y la orgánica son formas en las que la solidaridad social vive un fuerte cambio que va de los siglos XVIII y XIX al siglo XX.
Falta de solidaridad y vínculos sociales
Podríamos también señalar, sin traicionar el espíritu de Durkheim que, con la industrialización, paralela a la gran urbanización, en una palabra, con la modernización de las sociedades occidentales, es decir, con el triunfo del capitalismo contemporáneo tiene lugar un muy agudo cambio social.
Las antiguas comunidades (fundamentalmente rurales) se deshacen en favor de unas sociedades muy urbanas y a la vez muy heterogéneas en su composición, pero también muy homogéneas en las leyes, con las que Estado liberal centralizado las organiza y dirige.
Estados, que, con el paso de las décadas en el siglo XX, avanzarán progresivamente hacia las democracias modernas dotadas con constituciones muy semejantes. Sin embargo, crecerá también la anomía social, el aislamiento, la soledad y muchas bolsas de pobreza.
Las comunidades de siglos anteriores, con todas sus limitaciones y sus defectos, van desapareciendo. La sociedad, cada vez más cosmopolita, ha perdido parte de sus vínculos sociales. Y es que no se trata de regresar a sociedades más rudimentarias de comunidades muy cohesivas, que a menudo podían ser coactivas, sino de repensar cómo alcanzar la vida comunitaria (por ejemplo: escolar, familiar, asociativa, cultural, etc.) en nuestras sociedades del presente y del futuro. Este será el asunto de un próximo artículo sobre este tema.