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La Odisea de llegar a casa

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Manuel Ballester - publicado el 06/02/22
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¿A quién no le seduce la idea de vivir en una isla paradisiaca gozando de todos los placeres, con una compañía hermosa y amante? Y para siempre.

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Cuenta Homero (siglo VIII aC) que hubo un hombre que rechazó esa vida. Que dijo que no a Calipso. Ella había acogido, alimentado y compartido su lecho con Odiseo. Y quiso compartir también su vida. Ofreció lo que tenía: una juventud eterna, una vida inmortal, una dicha sin fin. ¿Cómo resistirse?

Odiseo, al que los latinos denominaron Ulises, dijo que no. Rehusó.

Y Homero, el poeta ciego, nos narra la historia en la célebre Odisea.

Odiseo no es ningún necio. Por el contrario, es astuto, rico en tretas (se le atribuye, por ejemplo, la idea del caballo de Troya). Protegido de Atenea (a la que los latinos llamaron Minerva), diosa de la sabiduría.

Odiseo es, como decimos, perspicaz. ¿Cómo pudo rechazar una oferta tan atractiva? Se trata de una proposición que cualquiera aceptaría sin pensárselo dos veces. Pero eso es lo que hace Odiseo: pensar antes de decidir.

Una juventud eterna, una vida inmortal, dichosa, disfrutando de las playas del paraíso y del lecho de una diosa. Eso es maravilloso. Pero no es humano. Esa es la vida de un dios, no la de un hombre. Aceptar la oferta de Calipso supondría dejar de ser hombre. Odiseo piensa y asume su humanidad, su mortalidad, su condición vulnerable, su necesidad de bregar para ganar el pan y situarse en la vida. Y sigue su camino.

En su viaje, Odiseo se convierte en prototipo de todos los que quieren tener éxito como hombres. La palabra odisea significa hoy la vida, la vida humana o, lo que es lo mismo, odisea es un viaje largo lleno de aventuras (adversas y agradables) mediante las cuales el viajero va forjando su carácter, va conquistado su lugar.

La obra narra el viaje hacia el hogar. Odiseo, rey de Itaca, ha participado en la guerra de Troya y emprende el regreso. Siente la nostalgia del lugar al que pertenece: su mujer, su hijo Telémaco, sus padres, su tierra; su hogar, por decirlo en una sola palabra.

Ocurre que las necesidades de la vida (la intervención en la guerra, en su caso) han alejado a Odiseo de su casa. Pero sólo será él mismo, sólo será dichoso, cuando llegue a su hogar. Por eso vuelve. Pero la vuelta no es tarea sencilla.

Se encuentra con tentaciones como Calipso, como las sirenas. El viaje de la vida es muy largo, aparece el riesgo de olvidar el destino (así ocurre en el país de los lotófagos), o perderse, o enemigos. El cíclope Polifemo al que el astuto Odiseo venció y engaño diciéndole que su nombre era Outis, Nadie (Ningún hombre). De modo que cuando Polifemo pide socorro a otros cíclopes éstos le oyen decir que Outis le ha herido, que Nadie le ha herido. Y le dejan solo. La treta ha surtido efecto. Odiseo se siente orgulloso de su astucia pero le puede la vanidad y, cuando se considera a salvo, le lanza a Polifemo su verdadero nombre: para que lo sepas, ha sido Odiseo quien te ha engañado y te ha vencido. Y Odiseo pagará cara su soberbia, que la vanidad no es buena.

Volver a casa es la meta. Y Odiseo se da cuenta de que eso que es el anhelo más profundo del hombre, el destino real de los esfuerzos de una vida, no puede conseguirlo sin ayuda. Y busca apoyo incluso descendiendo al Hades, el lugar de los muertos. No se trata de una desviación ni un entretenimiento sin importancia. Los muertos son la tradición. La tradición nos transmite lo mejor que consiguieron nuestros padres y los padres de nuestros padres. En el Hades encuentra a grandes hombres, a amigos, a enemigos; y a su madre. De todos obtiene orientación sobre cómo gobernar la propia vida.

Los muertos, o la tradición (si es que, al final, no son lo mismo) le advierten que ha de pasar entre Escila y Caribdis. Escila y Caribdis son dos monstruos situados de modo que el barco que intente evitar al uno caerá en las fauces del otro. Los muertos, la tradición o la vida (si es que, al final, no son lo mismo) informan a Odiseo que hay situaciones terribles en la vida: quien lo probó lo sabe. Y Odiseo, prototipo de la existencia exitosa, idea el modo de encarar los infortunios.

Al volver a su casa, es reconocido en primer término por una humilde sirvienta. La esclava Euriclea había sido su nodriza, sabe de su infancia, sabe de una antigua cicatriz. Y eso le permite reconocerlo.

Odiseo ha peleado, ha perdido amigos, ha envejecido. Ha vivido, en una palabra, una vida humana. ¿Habrá valido la pena renunciar a la eterna juventud y la inmortalidad junto a Calipso? Ahora podrá envejecer junto a su esposa y ambos morirán, porque así es la vida humana.

Podría pensarse que, al fin y al cabo, una es la vida de los dioses inmortales y otra la de los hombres. Y que no es razonable desear ser lo que no se es. Y es cierto. Pero hay más.

Porque ser hombre es, también, sentir la necesidad de sentirse amado incondicionalmente. Calipso desea a Odiseo porque es un glorioso guerrero. Penélope lo ama porque es Odiseo. Odiseo, y con él todos los hombres, anhela ser amado incondicionalmente. El más profundo deseo de Odiseo (y de todos, si al final somos lo mismo) es llegar a casa, descansar en el hogar donde se conocen nuestras debilidades y derrotas, donde se nos reconoce por nuestras antiguas heridas convertidas en cicatrices, donde se nos llama por nuestro nombre propio y se nos quiere por ser quienes somos.

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