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Ulises, u Odiseo, no es un personaje cualquiera. Homero narra sus andanzas en la Odisea de modo que sirve de modelo a cualquier hombre, a todo hombre. El Odiseo de Homero tiene que enfrentarse a una serie de dificultades, que son las aventuras y desventuras con las que teje la tela de su vida.
Y el destino es, como es sabido, volver al hogar, el lugar donde se siente acogido, valorado y amado por su familia. Odiseo, Homero y el lector de la Odisea saben todo esto y entienden que si hay desviaciones en el viaje y en la vida es porque hay una meta clara.
Podría decirse que Joyce no pretende nada distinto de Homero. Asume que su Ulises es también el prototipo de hombre que sale al mar del mundo en busca del hogar. Pero en el caso de Leopold Bloom (el Ulises de Joyce) el lector difícilmente ve qué es desviación y qué es acierto, porque no está clara la unidad de la vida que encarna Bloom y, como es sabido, a quien no sabe dónde va todos los vientos le son adversos. Sí está claro que Bloom es prototipo del hombre moderno, de todos nosotros, en suma.
El Ulises es una obra controvertida
Hay quienes dicen que su lectura es una simple y llana pérdida de tiempo: no vale la pena. Y hay argumentos que avalan esa interpretación: pocos de sus lectores no habrán experimentado un cierto grado de desesperación.
Hay quienes opinan, por el contrario, que es una de las obras cumbres de la narrativa contemporánea. Entre estos últimos, recordemos la afirmación de Borges (quien tradujo la obra al español): «En el Ulises hay sentencias, hay párrafos, que no son inferiores a los más ilustres de Shakespeare. Si tuviésemos que salvar alguna novela moderna, esta debería ser Ulises y el Finnegans Wake»
Ante tan diferentes valoraciones, quizá sea razonable recordar una obviedad: el Ulises es una novela. Trátela como tal. Léala si le apetece, si considera que le puede aportar algo valioso. Y quizá esa sea una clave: olvidar los mil estudios eruditos y sumergirse en la lectura dejándose sorprender. Porque sorprende, ciertamente. En fin, como cualquier buena novela.
Leopold Bloom, Odiseo, es un hombre de su tiempo, como todos nosotros, con una profesión y una familia. Se trata de un agente publicitario judío de 38 años emigrado a Irlanda, «la bella Irlanda, esa tierra de Dios».
Bloom es, más que un agente publicitario, «el amable arte de la publicidad; The gentle art of advertisement». Conoce su oficio y ve el mundo desde su profesión: «para un anuncio hay que tener repetición. Ese es todo el secreto».
Como buen experto en asuntos cotidianos sabe que «A cada día le basta su periódico». No tiene una visión clara del mundo ni de su papel en la vida; junto a la frivolidad ante los asuntos serios exhibe una seriedad ante las futilidades: «si le dijeras a Bloom: Mira, Bloom ¿Ves esta paja? Es una paja. Lo aseguro por mi abuela que sería capaz de eso durante una hora seguida sin agotar el tema».
Picasso, decíamos al principio. Ocurre también con Picasso que hay quien piensa que su pintura es una tomadura de pelo, que no vale la pena. Y otros sostienen que es un hito relevante en la historia del arte.
Si el hombre moderno carece de una imagen cabal de sí mismo, de su realidad y su lugar en el mundo, no sería impensable que el arte que intenta expresar nuestro tiempo sea un arte fragmentario. Así ocurre en la pintura de Picasso y así ocurre en cada capítulo del Ulises: cada fragmento, cada capítulo, es una obra técnicamente relevante, con atisbos de virtuosismo (en el caso de Joyce, recordemos que Borges lo coloca a la altura de Shakespeare) pero falta su integración en una totalidad ordenada, un cosmos (que dirían los griegos).
Y así parece vivir el hombre de nuestro tiempo: con esferas de acción regidas cada una por sus propias reglas de juego pero sin conexión unas con otras.
Si la pintura de Picasso acabó con el arte figurativo, la escritura de Joyce abre un nuevo cauce en la literatura. Saborear estos nuevos modos del arte no es del agrado de todos los paladares.