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“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como hijos de Dios” (Mt 5, 1-12).
Una sana educación es muy importante para la sociedad pues gracias a esta, seremos capaces de alcanzar nuestros objetivos y ser cada vez mejores. Así bien, la educación es determinante para la transformación de la sociedad.
Para fomentar la paz, debemos enfocarnos también en los niños. La construcción de paz va más allá del fin de la guerra, aunque esto sea totalmente necesario. Para acabar con las guerras y no volver a optar por la violencia, es imprescindible fortificar la tolerancia, la convivencia y apostar por la educación en la fraternidad.
Los niños son mucho más que nuestra progenie: son el primer eslabón para alcanzar una sociedad en la que reine mayoritariamente la paz. Como madre, veo constantemente a los niños sumidos en un mundo que invita a la competitividad, a ser el primero, el triunfador, el que impone su pensamiento, el más popular. Desde pequeños, copian las formas de proceder de los adultos, abandonando tempranamente su bondad infantil para pasar a la agresividad adulta del empeño por la conquista.
No es inmediato ni automático, pero tenemos que ser valientes para educar en la paz; si no, como sociedad no haremos nada para vivir en comunión. Y sí, como me decía uno de mis hijos, la paz es muy difícil. Efectivamente, es un gran esfuerzo enterrar nuestro orgullo y, con él, muchas de nuestras hachas de guerra.
Estamos en un momento único y precioso para poner en práctica eso de “ahogar el mal en abundancia de bien”. Así lo demuestran las infinitas ayudas y oraciones desde multitud de países para sostener el peso de la guerra de Ucrania y Rusia. Pero, también es un momento de lucha contra nuestro egoísmo, nuestro mal carácter, nuestros malos gestos, nuestra comodidad.
Tenemos la inmensa suerte de que somos la única especie capaz de enseñar a su descendencia qué es la felicidad y además contamos con la ventaja de que el camino está trazado por el mismo Dios: “Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres” (Mt, 4:19).
No nos olvidemos de que la paz de nuestro ambiente tiene una relación totalmente directa con la siembra que hayamos hecho. La paz comienza en nuestra familia, en nuestro entorno más cercano, en nuestro trabajo, en nuestro barrio… Cuando comencemos a vivir llenos de Él, tal y como dijo san Pablo, “ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal, 2-20), enseguida lucharemos por la unidad, por la cooperación, etc.. Dejaremos por fin a un lado nuestro egoísmo y no apartaremos de cualquier guerra.
Son numerosas las veces que recuerdo a mis hijos que “quien es violento siempre pierde aunque gane la primera batalla”. Esto les ayuda a valorar sus actos y sentirse responsables de ellos. Pero en contrapartida, como adultos, debemos regalarles una vida significativa: éste es el gran reto de la educación. Pues sólo cuando consigamos generar en los más pequeños una conciencia reflexiva que les impulse a descubrir que, a pesar de toda dificultad, son amados, aprenderán a no perder la serenidad también en medio de las injusticias o de los grandes esfuerzos. Porque tendrán la certeza que la felicidad y la paz se encuentran en el abandono a la Verdad en el Señor.
A veces las cosas no saldrán como las planificamos en un principio. Pero no lo olvidemos: "En todo esto, vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado" (Rom 8,37).