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El saber científico se caracteriza precisamente por establecer límites, por acotar su ámbito de validez y legitimidad. Básicamente un saber es científico cuando delimita su objeto y su método pertinente.
Basta caer en la cuenta de que hoy predomina entre nosotros el modelo de las ciencias físicas cuyo objeto es (una parte de) la realidad física, captable mediante los sentidos. Por eso, se comete frecuentemente el error de exigir la experiencia como punto de partida de la ciencia. Con ese criterio, las matemáticas no serían ciencia. Y no lo serían porque su objeto, el asunto sobre el que tratan, no pertenece a la realidad física.
Cuando se aplica un método a un objeto que no le es apropiado, eso no es ciencia sino un disparate. A finales del siglo XIX y comienzos del XX tiene lugar el fenómeno del cientifismo, la fe en que la ciencia va avanzando inexorablemente y que acabará por regir todos los aspectos del mundo físico y del humano. Es el tiempo de la constitución de la sociología, la psicología experimental, la pedagogía, etc.
Sobre esta cuestión quizá una de las obras más lúcidas sea La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental (1936) de Edmund Husserl. Pero si Husserl formula con precisión el problema, hay autores que lo han percibido y abordado con anterioridad. Entre ellos Miguel de Unamuno (1864-1936).
En la «novela, o lo que fuere, pues no nos atrevemos a clasificarla» titulada Amor y pedagogía (1902) aborda Unamuno precisamente esta cuestión.
Amor y pedagogía es un relato ágil con un prólogo y epílogos igualmente dinámicos y originales. El protagonista del relato es un hombre de su tiempo, un hombre moderno, un hombre de ciencia con la vista puesta en el futuro, en el progreso. Avito Carrascal, que así se llama, está ante la vida como cualquier otro pero él la mira con ojos de científico.
A Don Abito le ocurre lo mismo que a los demás: tiene su situación en el mundo, sus ideas, le gusta una muchacha, se casa, tiene hijos… pero lo enfoca todo desde la ciencia. Así, por ejemplo, cuando está pensando en declararse (con intención de casarse y tener hijos) el relato nos hace caer en la cuenta de que «los matrimonios pueden ser inductivos o deductivos.
Ocurre, en efecto, con harta frecuencia, que rodando por el mundo se encuentra el hombre con un gentil cuerpecito femenino que con sus aires y andares le hiere las cuerdas del meollo del espinazo, con unos ojos y una boca que se le meten al corazón, se enamora, pierde pie, y una vez en la resaca no halla mejor medio de salir a flote que no sea haciendo suyo el garboso cuerpecito con el contenido espiritual que tenga, si es que le tiene.
He aquí un matrimonio inductivo. En otros casos acontece que al llegar a cierta edad experimenta el hombre un inexplicable vacío, que algo le falta, y sintiendo que no está bien que esté el hombre solo, se echa a buscar viviente vaso en que verter». El estilo, como se ve, es ágil y de una comicidad singular ya que en tono de broma dice cosas muy serias.
La vida no da tregua
Decido el casamiento habrá que optar por matrimonio civil o religioso. Fiel a su consigna, nuestro protagonista, consultará a la ciencia. Y la sociología es clara: matrimonio religioso. Porque hay aspectos del casamiento que tienen efectos sociales y culturales; esos aspectos reales son los que constituyen el único objeto de la ciencia sociológica. Si hay algo más, la ciencia lo ignora. Y está bien que lo ignore la ciencia; no estaría tan bien que negase aquello que su método le oculta. Y lo que está rematadamente mal es que aquello que la ciencia ignora lo ignore también el hombre.
La intención de Don Abito es buena. Quiere tener un hijo y quiere lo que todos los padres: lo mejor. Lo mejor, piensa Abito, es que sea un genio. Y calca su proyecto pedagógico del modelo animal: igual que las abejas toman a una de ellas y la nutren de un modo especial hasta que llega a reina, eso hará con su hijo. Pasará, además, de la teoría a la práctica, esto es, no será ya pedagogo sino padre.
Cuando su esposa, que será la madre del genio, contempla su nueva casa no puede sino exclamar «¡Qué casa, Dios mío, qué casa!». Ahí todo está pautado según las prescripciones de la ciencia, todo pesado y medido. La esposa descubre que «la casa es un microcosmos racional», pero no un hogar. Y lo que se dice de la casa puede decirse de la vida entera de este prohombre de la ciencia.
Ahí están los niveles: aquel que la ciencia delimita con su objeto y otro que se le oculta totalmente. Y no hay ningún problema si se sabe cuándo se está en cada ámbito. Pero ocurre que lo estrictamente humano, el sentido del matrimonio, el calor del hogar o la felicidad no comparecen en el ámbito de lo circunscrito por la ciencia. Por eso, el futuro genio, el hijo, que ha sido nutrido con el néctar de la ciencia, llegará a descubrir que el mundo de su madre no es el de su padre. Y, sobre todo, que él no es feliz. Así habla: «-¿Y para qué quiero la ciencia si no me hace feliz?». Es más, una vida de genio, de abeja reina, ¿es deseable, es humana?
Falta la conciencia del límite, la modestia y, por eso, desenfoca o, como diría Husserl, la ciencia moderna entra en crisis. No por ciencia sino por lo que los griegos llamaron hybris, desmesura, el exceso de intentar que el mapa de la ciencia cartografíe la totalidad del mundo. Y ocurre, así lo muestra el relato de Unamuno, que el intento decimonónico de la ciencia de meter en la vereda (que eso es un método) todo lo real es locura porque, también lo dijo Shakespeare, porque hay en el mundo más cosas de las que sueña tu saber.