Para ayudar a Aleteia a continuar su misión, haga una donación. De este modo, el futuro de Aleteia será también el suyo.
Estoy segura de que más de uno esta mañana ha vivido las particulares escenas de un vaso de leche que se derrama en el desayuno, un niño que no quiere levantarse e insiste en seguir durmiendo, otro que no encuentra su carpeta pese a estar avisado de que se dejase la mochila lista para el día siguiente, las batallas en el baño por ver quién se lava los dientes primero, las carreras hacía el colegio para llegar a tiempo…
Son las 9:05 de la mañana, te montas solo en el coche cuando ya están todos en clase después de la gymkana que has jugado y... ¿lo primero que te sale es agradecer? Yo quiero aprender a agradecer. Sí, porque si nuestros hijos han dejado la casa patas arriba, se han peleado e incluso nos han sacado de quicio quiere decir que tenemos hijos y están vivos. Realmente es un milagro poder abrazar a nuestros hijos cada mañana aunque en circunstancias favorables lo demos por hecho y nos parezca algo de lo más normal.
Dar gracias porque, para empezar, seguimos vivos
No dejan de llegarnos noticias terribles de todo lo que está pasando en Ucrania. Familias destruidas de forma violenta y despiadada: padres que acaban de perder a sus hijos o hijos que han perdido a sus padres. En todas las conversaciones que he mantenido estos días con ciudadanos de Ucrania, he podido percibir el grito humano de sufrimiento a causa de la acción devastadora del mal en el hombre: la muerte. Aún así, desde sus sótanos y búnkeres, todas estas personas exhalan en cada segundo la gratitud de seguir vivos.
Nuestro corazón está hecho para latir por el bien de la humanidad. A veces por la distancia no somos muy conscientes de las guerras en el mundo. Pero esta vez no nos resulta tan normal que esté pasando aquí, en Europa, el continente en el cual, al terminar la Segunda Guerra Mundial, algunos países, vencedores y perdedores, decidieron juntarse bajo el lema "nunca más". En efecto, hace tres semanas, los ciudadanos ucranianos vivían más o menos como nosotros. Iban cada mañana a su trabajo, funcionaban los colegios, los supermercados, los bancos… Muchos ucranianos tenían una vida relativamente cómoda: casa, hobbies, vacaciones… Pero ahora están viviendo una pesadilla que se nos hace difícil de imaginar.
Algo ha cambiado en nuestras vidas
¿Y nosotros? ¿Cómo estamos viviendo esta situación? No podemos vivir de la misma manera que hace un mes teniendo tan de cerca la situación de guerra. En este momento de dolor, caos y extremo sufrimiento, Dios se sirve de nosotros para consolar con nuestra ayuda y nuestra oración a los millones de personas que han visto su vida destrozada.
El Papa Francisco nos ha pedido ayuno y oración, para que haya paz entre rusos y ucranianos. También para que el mundo se convierta, quedando protegido de la "locura" de la guerra. Además, se nos ofrecen múltiples maneras de colaborar con los que están ofreciendo ayudas materiales de todo tipo. Por ejemplo, a través de Cáritas, la entidad caritativa de la Iglesia Católica. Dios se hace hombre también a través de nuestra carne para poder responder a todas estas necesidades humanas, siendo nosotros Su instrumento.
Pero también seguimos teniendo que hacer frente a nuestros problemas del día a día. Medianamente y con las debidas excepciones, son más pequeños que los que tienen los ucranianos en estos momentos. Entonces, conscientes de lo que está pasando a unas horas de vuelo de nuestras casas, es un buen momento para afrontar nuestro cotidiano desde otra perspectiva, ofreciendo todos nuestros imprevistos, cargas y tropiezos al Señor.
¡Qué pequeños son nuestros problemas! Pidamos a Dios que sigan siendo pequeños. Pero que a la vez seamos conscientes de que hay quien tiene problemas mucho más grandes ¡qué no perdamos la caridad!
Dios nos ha dado un corazón de carne que, unido al don de la fe por medio del amor de Cristo, nos permite vivir siendo capaces de compartir verdaderamente las alegrías y los sufrimientos de los hermanos. Ante la guerra de Ucrania, dejémonos invadir por la virtud de la caridad para ejercitarla dándonos por entero, sin limitarnos a la beneficencia.