Quienes viven instalados en la amargura, muestran en su rostro el rictus de la tristeza y el sufrimiento, tratando de llamar la atención y obtener compasión. Así relatan sus quebrantos, penas y enfermedades; lo mismo en el contexto de una infancia infeliz, un matrimonio desgraciado, o unos hijos ingratos, como si fueran víctimas predestinadas a la infelicidad.
Al principio, las personas se compadecen de ellos, pero terminan evitándolas, pues no son capaces de dar o recibir afecto, ni de generar confianza.
Por la experiencia clínica sobre esta actitud, bien podemos remitirnos al refrán: "De músico, poeta y loco, todos tenemos un poco". También un poco de adicción a la amargura, alimentada por los pensamientos negativos.
Algo más común de lo que se suele pensar.
¿Alguna vez ante el espejo nos hemos visto cansados, tristes, preocupados, y de más edad cronológica que la que tenemos? Entonces, el espejo no solo refleja las arrugas en la frente, sino también las del alma.
Así convendría preguntarnos:
¿Nos hemos vuelto adictos a la amargura sin apenas darnos cuenta?
¿Vamos a vivir realmente, o solo a durar un cierto número de años? Si hablamos de declinar, lo haremos finalmente por un sistema inmunológico deprimido, mientras vamos acumulando años, tiempo, vejez, arrugas, mal humor, egoísmo, ¿y algo de obsesión hipocondríaca?
¿De dónde brotan esos pensamientos negativos, que nos quitan la posibilidad de disfrutar de las alegrías esenciales en tiempo presente?
Un pasado con el que no nos hemos reconciliado
No, no suelen ser las inevitables contrariedades de cada día, grandes o pequeñas, sino que suelen brotar de un pesado fardo que traemos a cuestas, y en cuyo interior se puede encontrar un pasado con el que no nos hemos reconciliado.
Un pasado sobre el que aún pesan las opiniones ajenas, culpa por errores y torpezas cometidos, absurdos ridículos, pecados personales, los problemas de los demás, y más. Y… quiérase que no… miedo a no encontrarle el verdadero sentido a nuestra vida, mientras se avizora su finitud.
Un pasado que debemos admitir y aceptar, para enfrentarlo, superarlo, y madurar.
Siendo así… ¿cuáles serían las formas de identificar esos pensamientos, para aprender a sustraernos a su influencia y ser felices?
La percepción negativa de las cosas. Muchas veces por malas experiencias del pasado vemos en los sucesos que nos acontecen solo el lado negativo. Es decir, nuestro espíritu quejumbroso solo ve el vaso medio vacío y no medio lleno.
Atribuir nuestras malas experiencias siempre a algo o alguien. Por la falta de confianza en nosotros mismos, damos una explicación a las contrariedades y contingencias de nuestra vida, atribuyéndolas a la mala suerte, o a cierta mala intención de las personas. Es fuente de dañinos prejuicios que afectan las relaciones interpersonales.
La expectativa de lo peor. La actitud ansiosa que se anticipa a los acontecimientos, pensando lo peor. Sucesos por los que nos autoinfligimos un daño emocional y muy probablemente no acontezcan.
La suposición o presunción sin los datos necesarios. Con poca o mala información, sacamos conclusiones acerca de la vida, el mundo o las relaciones interpersonales, que nos dan una visión negativa que no corresponde a la realidad.
Prejuzgar los valores ajenos. Nos configuramos una imagen acerca de cómo deben o debería ser las cosas, y nos irrita lo que interpretamos como la deshonestidad de quienes se relacionan con nosotros. Siempre se está a la defensiva de las intenciones de los demás, aun cuando sean buenas.
Los pensamientos negativos, denotan una afectación psicológica que merma la capacidad de confiar en la providencia de un Dios que todo lo ve, nunca nos abandona, y del que jamás puede venir nada malo, aun cuando así nos lo parezca.
Por Orfa Astorga de Lira
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