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Me duele la envidia. En ocasiones deseo lo que otros tienen, envidio lo bien que les resulta su vida.
Quiero lo que no he logrado y veo en otras personas. Me comparo. ¿Por qué miro tanto a los demás?
Me enferma mirar la vida de otros deseándola para mí. Y me asusta compararme en el físico, en la inteligencia, en los logros en el trabajo, en el éxito en los amores.
También me hace daño querer lo que otros poseen. Esa manía del corazón que no está en paz si no se compara con los demás.
Quiero vencer, quedar por encima, tener más éxito, lograr más cosas. Quiero que mi nombre se recuerde más que otros nombres. Así es esa envidia que enferma el alma.
Deseo lo que no tengo.
Cumplir sin alegría
Quizás me quedé en casa, en las normas de la Iglesia, cumpliendo siempre, estando a la altura de lo que esperaban de mí.
No decepcioné a nadie. Me porté siempre bien y fui compasivo. Amé a los que llegaban a la casa y sentí que era el hijo obediente.
Y entonces brota la envidia al ver al amor de Dios hacia el que vuelve arrepentido, al ver la misericordia de Dios que perdona al pecador sin importarle la hora en la que vuelva a la Iglesia.
Siento que cumplo pero no me alegra cumplir. Lo hago para no fallarme a mí mismo.
El orgullo me lleva adelante
No aguantaría no estar a la altura. No llevaría bien que alguien pudiera pensar mal de mí. Es el orgullo lo que me mueve, no el amor.
El orgullo de no pecar, no fallar, no caer. Y miro en menos a los que caen, pecan y se alejan. Y no quiero que los perdonen sin más, sin pedirles el pago por el mal causado.
¿Qué mérito tiene pecar para luego ser perdonado sin pagar penitencia? A todas luces es injusto.
Miro a los demás buscando que me agradezcan por lo que hago, por las veces en las que obedezco y le digo que sí a Dios.
Aprieto los dientes y sigo adelante. Me porto bien y doy una imagen santa. Pero por dentro me devora la envidia. Esos que no hacen nada. Esos que no cumplen como yo.
Me he quedado en la Iglesia y he querido irme muchas veces. Pero no era capaz de defraudar a los que me miraban.
Era por mi orgullo, no por ellos. Siento que la envidia que tengo dentro me enferma. Deseo retener el poder y que no venga un hijo pródigo saliendo de la nada, de su pecado a usurpar mi puesto. El puesto de hijo amado, hijo único querido.
Solo la misericordia salva
Me hace bien pecar y fallar para darme cuenta de mi orgullo y sentir que sólo la misericordia me salva, es lo que salva a todos.
El abrazo inmerecido. La fiesta que no es el pago por mi buen comportamiento. La alegría de Dios al verme caer y levantarme y volver hasta Él pidiendo perdón, porque no merezco la gracia, ni la reconciliación.
Todo es un don de Dios. Sin duda parece injusto, pero es sanador. La envidia me duele. Compararme me enferma.
Dejo de hacerlo y me alegro al ver el perdón del que vuelve. Me alegro y sonrío. Hago fiesta por el que regresa. Dejo a un lado mi orgullo y mi vanidad.
Y asumo que si no estoy feliz en casa cumpliendo tengo que mirar el corazón y preguntarme qué es lo que me causa tristeza.