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Podría ocurrir que esa sea precisamente la condición humana: dura, áspera, trágica. Tragedia no porque lo hayamos provocado sino porque así es la vida. Es una posibilidad inquietante, ciertamente.
Entre los maestros de la tragedia destaca el nombre de Sófocles (496-406 aC), quien dota a su Antígona (representada por primera vez en 442-441 aC.) de un alto valor simbólico.
El argumento es conocido: dos hermanos de Antígona han muerto en combate; uno de ellos defendiendo la ciudad, el otro atacándola. El rey Creonte prohíbe toda honra al atacante y prescribe severos castigos a quien ose enterrarlo: debe pagar su ofensa sirviendo de pasto a las fieras, como un animal.
Antígona intenta convencer a su timorata hermana Ismene de desobedecer la ley del rey y obedecer la ley ancestral, sagrada, que ordena enterrar a los muertos.
Parece, como decíamos, que da absolutamente igual qué decisión tomen los personajes. El resultado ha de ser la tragedia. Si Antígona desobedece la ley, el rey le dará muerte; si la obedece, los muertos renegarán de ella. Si el rey cede ante Antígona, la autoridad real quedará resquebrajada; si no cede, tendrá que ajusticiar a Antígona (a la sazón, prometida de su hijo Hemón). La hermana de Antígona, el hijo y la mujer de Creonte son otros tantos personajes que se ven abocados a un destino trágico independientemente, insistimos, de la decisión que tomen.
Antígona es, en ese sentido, una tragedia plena de significado. Ha sido analizada desde ópticas muy distintas. Es célebre el enfoque de Hegel quien quiere ver aquí el intento del Estado (Creonte) por constreñir al ciudadano (Antígona); pero igualmente podríamos ver el conflicto entre el varón (Creonte, que quiere dominar) y la mujer (Antígona); o la tensión entre el padre (Creonte) y los hijos (Hemón) o entre la ley positiva y la ley natural, y un largo etcétera.
Elegir una u otra de las tensiones que atraviesan la obra es interesante. En esta ocasión nosotros no vamos a seleccionar ninguna en particular; pretendemos sobrevolar las concreciones y quedarnos en el hecho de que la vida está llena de tensiones que nos conducen al desastre.
La vida humana, en suma, parece encaminarse hacia conflictos, dificultades, con difícil arreglo. ¿Qué es, entonces, el hombre? ¿Cómo lo presenta Sófocles?
El coro, que aspira a dar voz al sentido común, al pueblo y al autor, dice:
«Andan por ahí infinidad de cosas formidables,
pero ninguna más formidable que el hombre […]
¡El hombre con soluciones para todo!
No hay evento al que se enfrente sin soluciones».
La vida está llena de problemas y el hombre se enfrenta al mundo intentando arreglarlo. Quizá así eluda la tragedia y consiga vivir feliz en sociedad:
«Si entrelaza las normas de la tierra
Y la justicia de los dioses».
Hay que aprender a “entrelazar” los ámbitos problemáticos, los polos de tensión, los aspectos que nos hacen sufrir. Entrelazar, tejer la tela de la vida integrando los elementos discordantes.
En Antígona la tensión se presenta precisamente como una cerrazón en torno a una perspectiva, como una afirmación de las propias razones con incapacidad para entender que también la perspectiva contraria puede ser legítima.
Veamos dos momentos en que aparece explícitamente esta idea. Cuando Hemón oye a su padre las razones por las que Antígona ha de morir le dice que lo entiende «pero, sin embargo, ¡claro!, puede ser que también otro que vea las cosas de manera distinta tenga razón», lo cual es casi idéntico a lo que dice Antígona a su hermana: «Tú entendías que tu manera de interpretar los hechos era la correcta; en cambio, yo entendía que la correcta era la mía».
Aceptando eso, responde Ismene: «Sin embargo, ambas cometemos la misma falta [amartía, v. 558]». Obsérvese que Ismene acepta que ambas consideran como verdaderas sus respectivas perspectivas pero, precisamente por eso, ambas cometen idéntico fallo. La amartía, el error, el fallo, el pecado, radica no en la razón que avala mi perspectiva sino en no ser capaz de entender las razones del contrario. Es un problema de cerrazón, de falta de apertura y consideración del otro y sus razones.
Antígona tiene un carácter fuerte, es terca, firme en sus convicciones, con poco tacto, furiosa a veces y no cede al miedo. Pero tiene de sí un elevado y hermoso concepto: «No he nacido para compartir odio, sino para compartir amor [synfilein, v. 523].
Porque vivir la vida desde el temor (como hace Ismene) o desde el odio es mala cosa, es mala vida. Vivir sin amor es, también, una tragedia. Pero haber nacido para compartir amor, no aleja tampoco del destino trágico. Compartir amor es mejor que odiar o vivir con miedo, pero no basta. Ha sido el amor mismo, señala el coro, el que «ha promovido también esta disputa entre hombres unidos por la sangre». Si Antígona no amase a su hermano, no habría desobedecido y no habría tragedia, salvo la tragedia de una vida sin amor.
¿No hay salida, entonces?
Cuando Creonte argumenta su perspectiva, se pronuncian las palabras que podrían haberle salvado del final trágico: «los dioses infunden a los humanos la prudencia [phrenas, v. 683], el bien más sobresaliente que existe», idea que recoge el coro para dar fin a la obra: «La sensatez, la prudencia [phronein, v. 1348] resulta con mucho lo primero y principal de la felicidad».
La prudencia, la sensatez, la apertura a la razón ajena es un camino frente a la rígida cerrazón en nuestras razonables posiciones. Por ahí parece señalar Sófocles el camino para evitar el desastre final. Señala, eso sí, que esa phronesis es difícil para el hombre: la apertura ha de llegar más allá de las razones del otro, ha de ir hasta el otro, hasta lo arcano y profundo, reconociendo que todo hombre es sagrado o, por decirlo con Séneca, homo homini res sacra.