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Cuando nos encontramos ante una gran tragedia, la conciencia nos despierta la necesidad de aportar algunos gramos de bondad, por muy insignificantes o inútiles que puedan parecer frente a la avalancha del drama.
En ocasiones, el aguijón de la conciencia no consigue infiltrar la poción de la acción, la decisión y la valentía más que unos minutos. Un sentimiento tan intenso como fugaz que, una vez superado, deja una resaca de tristeza sorda. Pero, cuando la poción de valentía y decisión arraiga en el alma de ciertas personas, nos encontramos con momentos épicos que llenan nuestra normalidad de historias extraordinarias.
Los martes y jueves, a las 9 de la mañana, me da clase de Pilates una de esas almas: Carlota Manrique, una mujer imparable y comprometida. Ella, desde el minuto cero de la invasión de Ucrania, sabía que “no hacer nada” no era una opción. Podía esconderse detrás de lo mal que lo habían pasado los gimnasios durante la pandemia, podía pensar que prestar ayuda era desatender a su propia familia... Podía, pero no. Y aquí os hago spoiler: su hija no puede estar más feliz y orgullosa de la decisión de su madre.
Se puso en contacto con una asociación para ofrecerles un piso, su segunda residencia, situada en la costa gallega. Allí podía acoger a cuatro personas. La asociación le asignó a una de las familias que necesitaban ayuda: dos mujeres adultas y una niña pequeña. Pero le pidieron que fuera a recogerlas a Valencia, porque era la única familia que iba hacia el norte. Y, con la misma diligencia y ausencia de pereza que transmite haciendo sentadillas, se puso manos a la obra. ¿Hay que ir a Valencia? Pues se va: ¡chispum!
Esta expresión la puedes encontrar en las paredes de su gimnasio. El tema económico lo resolvieron entre varias amigas, alumnas, familiares de amigas, etc. El que más y el que menos colaboró para sufragar los gastos del viaje. Volaron Santiago-Valencia, y allí, en el propio aeropuerto, alquilaron una furgoneta de 7 plazas para volver.
Los primeros momentos fueron muy duros, nos cuenta Carlota. "Venían de haber visto, vivido, situaciones atroces. Tenían miedo de que les quitasen a la niña. No querían irse con nosotras a Galicia. Les dio una crisis de ansiedad...".
"Con la ayuda del traductor de Google intentamos transmitirles la calma, la seguridad y la paz que el horror de la guerra les había quitado".
"Llevaban 60 horas de viaje: de un búnker a la frontera, de allí a España. Comiendo frugalmente, con mucho frío, sin ducharse y en malas condiciones. La niña se nos puso malita en el coche. Vomitaba y, lo que más me llamó la atención, es que se quedaba callada. Jamás protestaba: estaba como un robot, en estado de shock. Les propusimos parar y llevarla al médico, pero no querían parar. No estaban tranquilas y no se fiaban de nosotras: les habían dicho que España era un país con edificios muy altos, y transitar por las autopistas vacías de casas y sin apenas luces no les daba ninguna garantía de estar a salvo."
"Llegamos al nuestro destino a las cuatro de la mañana y se relajaron un poco. Pero, al día siguiente, cuando por fin se creyeron que sólo queríamos ayudarles, les cambió la cara: supieron que iban a estar bien."
La acogida de la gente del pueblo
"El recibimiento de la gente del pueblo fue y sigue siendo magnífico: un restaurante de la zona les da de comer hasta que se asienten, unas personas se ocupan de la compra, etc. Con un poquito de buena intención que ponga cada uno, movemos montañas."
Así terminaba mi conversación con Carlota Manrique. Y yo te doy toda la razón, profe. Pero también te digo que, en la vida como en la clase de Pilates, necesitamos ver a alguien hacer el ejercicio para poder repetirlo. Sigue delante del espejo dándonos ejemplo.
¿Te marcas un Carlota Manrique? Why not?