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El doctor Segura tiene setenta y cinco años y hace un par de lustros murió su mujer. Es un médico jubilado que ha cerrado su consulta, pero recibe muchas visitas de parientes y amigos. Su especialidad era la pediatría, pero ahora parece más el brujo de la tribu que un médico al uso.
Lo que la gente va a buscar a casa del doctor Segura es consejo, acompañamiento, pautas, una dirección para la vida. Ya lo dice él: “Venid, pero no os voy a firmar ninguna receta, como máximo os derivaré a un especialista”. Y la gente va. Y sale contenta. Ha corrido la voz de tal manera que está restringiendo las horas a los lunes, miércoles y viernes de 4 a 8. Además es muy cauto: “De lo que aquí se dice nada debe saberse”.
La gente sabe que no puede prolongar sus explicaciones. Él señala que no es un escuchador, es un “aconsejador para la vida”. Claro que escucha, y muy pacientemente, pero los visitantes saben que todo se resuelve en una hora o en otra visita la semana siguiente. Y la verdad es que nadie cuenta su vida, sino que va al grano
¡Qué médico tan raro! No cobra, sonríe y da en el clavo. Y con mucha simplicidad. Nadie explica, es la regla, qué le ha aconsejado el doctor Segura, pero todos confirman que la sencillez de sus soluciones es fulminante. ¿Será puro sentido común?
Hoy viene a verle nada más y nada menos que su nieto de 12 años, Paco, que resulta que está deprimido, ansioso, saca malas notas, no se relaciona con nadie y parece que no tiene solución. Su padre Serafín, también médico, pero psiquiatría, le ha pedido a su padre que sea considerado y que no asuste al niño. El doctor Segura tiene fama de que a menudo las recomendaciones se convierten en sermones, cortos pero certeros. La gente sale de su despacho, el mismo de la consulta privada de siempre, un poco aturdida, pero dicen que con los días todo vuelve a su lugar y se ve con claridad que los rapapolvos estaban llenos de espíritu positivo y conocimiento. El doctor Segura es casi infalible y directo.
Son las 4 de la tarde y Paco llega puntual. Le abre la puerta Paulina, una mujer de 90 años que está llena de juventud. Ya cuidó al doctor Segura en su niñez y aún sigue en pie. Es la tata de toda la vida con una mala salud de hierro. Paulina lleva a Paco al despacho de nuestro sabio y se lo encuentra sentado en un butacón alto, no de aquellos donde te hundes, sino recio y bien cuidado. Y manda sentar a su nieto en el gemelo de este primer butacón. Los pies de Paco, que no es muy alto, casi no tocan el suelo. Y al chico se le ve asustado.
-Paco, ¿qué tal, como andas? ¿Cómo tú por aquí?
-Sí, abuelo. Yo no quería venir, pero papi me ha dicho que no había alternativa.
En ese momento suena una notificación del móvil que lleva Paco en su bolsillo. El tono es alto y estridente. El chico saca el artilugio y lo pone en silencio. Mira fijamente a los ojos de su abuelo y se disculpa.
- ¡Que no vuelva a suceder! –le advierte el doctor Segura.
- No papi, ay, abuelo –y con los ojos redondos se lleva la mano a la boca como si hubiera dicho una barbaridad.
- Tranquilo, no te voy a comer. Solo te observo.
- Claro, claro –responde casi temblando.
De nuevo una ahogada notificación en el mismo móvil. Es inaudible pero el Dr. Segura se pone en pie y con un dominio de la tecnología extraño en la gente mayor le dice frunciendo el ceño.
- ¡Ponlo en modo avión! Y no me digas nada. Deja el móvil encima de la mesa.
Dan las cinco de la tarde y el doctor Segura se ha pasado observando 55 minutos a su nieto. Y su nieto se ha pasado 55 minutos mirando de lejos al móvil, con tensión, casi con angustia.
Han pasado cuatro meses y el doctor Segura tiene sentado a su hijo Serafín en la “consulta”.
-Serafín, ¿qué tal está Paco? ¿Deprimido? ¿Ansioso?
-No, padre, está perfecto. No para, estudia, sale, se ríe. Y casi no usa el móvil: solo para lo imprescindible. Y te cita constantemente: ”Que si el abuelo diría, que si el abuelo comentaría...”
-Bueno, perfecto. Pues ahora empezamos contigo, ¿qué te pasa, hijo?