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La muerte significa que se nos ha acabado el tiempo. La soledad significa que ya nadie nos oye ni nos habla.
Así parecen ser las cosas realmente. Juan Rulfo (1917-1986) plantea otra realidad. Lo hace con una novela breve en la que hay muertos que nos hablan, y que hablan entre ellos porque no están solos; es más, siguen habitando en Comala, el pueblo en el que pasaron su tiempo vital y que ahora los retiene en una duración que no es la de los hombres en la tierra ni la de los santos en el cielo.
Con El llano en llamas (1953) y , en mayor medida, con la novela Pedro Paramo (1955), Juan Rulfo influye poderosamente en lo que se ha venido denominando el boom latinoamericano y que abarca a autores como el peruano Mario Vargas Llosa, el colombiano Gabriel García Márquez, el argentino Julio Cortázar, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias o el mejicano Carlos Fuentes.
El mundo de Comala (como ocurrirá años después en el Macondo de García Márquez) está empapado de lo que se ha denominado “realismo mágico”.
«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», así comienza la obra. Habla Juan Preciado.
Habla Juan Preciado. Podría pensarse, por eso, que Juan es el narrador. Aunque se narran hechos de la infancia de Pedro y de la juventud de Comala que Juan no ha podido conocer.
La crónica recoge pequeños momentos que no están ordenados según una sucesión lineal ni circular: es una historia pero no se dispone cíclicamente como pensaban los griegos ni linealmente como lo piensa Occidente. «Vine a Comala porque…»: la disposición es la de los recuerdos, la de los sueños. No recordamos los sucesos en el preciso orden en que sucedieron y uno nos lleva a otro posterior en el que encontramos a un personaje que, a su vez, nos transporta a otro acontecimiento nimio o trascendental. Así dispone Rulfo el relato. De modo que la primera línea parece colocar a Juan Preciado como narrador, pero también podría serlo Comala… o el propio lector.
Juan Preciado es hijo de Pedro Páramo pero lleva el apellido de su padre. Cuando Juan se dirigía a Comala coincide con un arriero, Abundio Martínez, quien le dice: «Yo también soy hijo de Pedro Páramo» y, añadimos, tampoco lleva el apellido del padre.
Todos llevamos nuestro apellido y «todos somos hijos de Pedro Páramo». ¿Todos? ¿También el lector? Más aún, pudiera ser que, en cierto sentido, Pedro Páramo sea también hijo de Pedro Páramo. Nada extraño en esto si aceptamos que todos somos hijos de nuestras acciones.
Juan llego a Comala, como decimos, a buscar a su padre. Pero Pedro Páramo ha muerto. Es más, Comala es un pueblo muerto. Más aún, en Comala todos están muertos. Quizá Juan mismo esté muerto. Quizá, en cierto sentido, el lector mismo lo esté. Todo depende de quién sea Pedro Páramo y de qué muerte hablemos.
Pedro fue niño también. Sobre los niños se cierne la opinión y expectativa de sus padres, de los adultos. El padre de Pedro pensaba que su hijo era un inútil, intentó enviarlo al seminario para que, al menos, allí le diesen de comer «pero ni a eso se decide». Un inútil, irresoluto, débil. Las expectativas sobre él fueron muy bajas.
Pero un día asume fríamente su destino, es decir, acoge su pasado y decide orientarlo con mano firme. No podemos aceptar una herencia sin aceptar también las deudas. Pedro asume sus deudas. A quien más debe es a los Preciado. Ahí mismo decide casarse con Doloritas Preciado. En tres días el matrimonio está hecho. Doloritas será la madre de Juan Preciado.
Pedro adopta una actitud poderosa frente a todo y frente a todos. Lo poseerá todo, los dominará a todos. Por las páginas de la novela, por la vida de Pedro transitan hechos relevantes como la revolución mejicana o las guerras cristeras pero Villistas y cristeros son apenas unas líneas, apenas unas nubecillas en el mundo de Pedro. Y son manejados con la misma firmeza y lucidez como lo fue la deuda con los Preciado.
En la vida de Pedro hay quienes se le someten, quienes le apoyan, quienes se le resisten. Doloritas, la madre de Juan Preciado, se fue: vivió suspirando por Comala pero jamás volvió. Susana San Juan es una excepción notable. Desde niños Pedro la había querido. Siempre la quiso. Pero Susana está enamorada de su marido muerto. Pedro intenta poseerla como posee todo, intenta dominarla como domina a todos. Pedro intenta un imposible. Porque hay dos modos antitéticos, irreconciliables, de estar en el mundo: estableciendo relaciones de dominio o de amor.
Al dominio, a la relación de poder, Hegel la denomina relación de amo-esclavo porque en ese modo de estar en el mundo sólo cabe el señor que somete y el siervo sometido. Ese es el modo en que Pedro Paramo construye su vida: Doloritas es suya, Comala es suya, el mundo es propiedad suya.
El amor va en dirección opuesta a la apropiación y dominio: es entrega, donación, servicio al otro. Por eso Pedro no puede llegar a su único amor. Quiere a Susana pero, como todo lo que es esencial en el hombre, hay que aprenderlo. Y él no ha aprendido a amar, no ha aprendido a entregarse sino a apropiarse y dominar las cosas y las gentes.
Pedro no ha aprendido a amar. Y eso es malo para él, que es «un rencor vivo». Doloritas no fue amada. Cuando se ve morir envía a su hijo no para reclamar propiedades: «No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro».
Pedro ha muerto, Comala es un pueblo de muertos. Porque la relación de dominio mata al amo y al siervo. Porque quienes han contribuido o permitido que Pedro sea lo que es, están tan muertos como Pedro: todos somos hijos de Pedro Páramo y todos estamos muertos.
Comala es un lugar «lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo». Los muertos que habitan Comala son almas que andan «vagando por la tierra […] buscando vivos que recen por ellas».
Comala tiene rasgos de un purgatorio cristiano. Porque hay purgatorio, quien lo probó lo sabe. La cuestión es qué hay después. Así lo plantea Susana a Justina:
«- ¿Tú crees en el infierno, Justina?
Sí, Susana. Y también en el cielo.
Yo sólo creo en el infierno».
Pedro es piedra, como es sabido. Y piedra es firmeza, fuerza. Pero también soledad, aridez o, en suma, esterilidad y páramo. Pedro es erial, infecundo desierto o, como dice Rulfo, Pedro es Páramo.