Cuando Doña Beatriz de la Cueva, dama noble de España, arribó a las hermosas tierras americanas, quedó hipnotizada por la belleza de Santiago de los Caballeros. Una ciudad de la gobernación de Guatemala situada a los pies del imponente volcán de Agua. Cuando Beatriz observó toda aquella magnificencia no podía imaginar que terminaría siendo el principio del fin de su existencia.
Doña Beatriz de la Cueva había llegado a la Gobernación de Guatemala como la esposa del gobernador. Era hija de Luis de la Cueva y había nacido alrededor del año 1505. Tenía siete hermanos y seis hermanas y todos ellos crecieron en la hermosa casona de la familia en la localidad de Úbeda.
Todos los hijos del Señor de Solera y su esposa María Manrique de Benavides, recibieron una esmerada educación, también las hijas, quienes aprendieron ciencias, letras y por supuesto desarrollaron talentos artísticos como era habitual en la época. Beatriz aprendió a cantar y a tocar instrumentos como el laúd. Además de una educación piadosa.
En 1528, Pedro de Alvarado se casaba con Francisca de la Cueva, hermana de Beatriz. El recién nombrado gobernador y adelantado de Guatemala, inició junto a su esposa un largo viaje a través del océano. La familia de la Cueva no sabía que el adiós a su hija Francisca sería para siempre. Francisca de la Cueva no llegó a pisar tierras americanas.
Tras una travesía infernal en la que la peste se declaró en la nao en la que viajaban Pedro y su esposa, ésta falleció. Su hermano Francisco, que viajaba con ellos, quiso transmitir a su familia cómo Francisca asumió cristianamente la dura prueba a la que se le había sometido antes de morir. Su esposo ordenó que se celebraran misas en su memoria.
Pedro de Alvarado pasó años en Guatemala. Cuando en 1537 regresó a España para terminar de negociar las condiciones de su expedición hacia lugares ignotos del planeta en busca de especias, pasó por Úbeda para visitar la tumba de su difunta y desdichada esposa. Allí se reencontró de nuevo con Beatriz, su cuñada, con la que decidió contraer matrimonio tras conseguir una dispensa papal por ser cuñados.
Se casaron el 17 de octubre de 1538 y Beatriz emprendió el mismo viaje que su hermana realizara justo una década antes. Por suerte, la nueva esposa de Alvarado sí arribó a las hermosas tierras que atraparon el corazón de la dama. Santiago de Guatemala era una ciudad joven, pero dispuesta a erigirse como importante centro de la vida colonial, en la que ya se habían construido entre otros grandes edificios, un hospital y varios centros religiosos en los que distintas órdenes como franciscanos o dominicos ya se habían instalado.
Pedro de Alvarado y Beatriz de la Cueva iniciaron una breve pero intensa andadura conyugal en la que no solo hubo amor, también respeto. Pedro admiró y ensalzó la inteligencia de su esposa a la que pidió consejo en más de una ocasión para dilucidar cuestiones de gobierno. Beatriz participó activamente en la intrincada política de la zona con determinación.
El año de 1540 marcó el inicio de las desdichas de Beatriz de la Cueva cuando se despidió de su esposo, quien partió a una expedición hacia el Pacífico. Nunca más lo vería con vida.
Pedro de Alvarado falleció en una contienda con los chichimecas, dejando a su esposa como gobernadora de Guatemala, cargo ratificado por el Cabildo guatemalteco. En el verano de 1541, cuando Beatriz recibió la trágica noticia quedó consternada. El absoluto desconsuelo en el que quedó la viuda no le impidió que asumiera el cargo que se le había otorgado, cargo que juró el 9 de septiembre de 1541.
Ese día, Beatriz de la Cueva acudió al Cabildo para depositar la fianza necesaria antes de jurar su cargo como Gobernadora de Guatemala. Un paso que no agradó a muchos, como al cronista Francisco López de Gómara quien en su Historia General de las Indias lo describió como “desvarío y presunción de mujer y cosa nueva entre los españoles de Indias”.
Obviando a aquellos que pudieran definir como una aberración el hecho de que una mujer fuera capaz de gobernar, se situó ante la cruz de la vara de la gobernación y con gran solemnidad firmó el acta que le otorgaría el privilegio de ser la primera mujer en ostentar un cargo de aquella magnitud en tierras americanas.
Beatriz asumía su responsabilidad con determinación, pero también con el triste recuerdo de su marido desaparecido. Un sentimiento que dejó plasmado en su rúbrica cuando firmó como “La sin ventura”.
El atardecer del sábado 10 de septiembre de 1541 se convirtió en noche en un abrir y cerrar de ojos. El cielo se oscureció, iluminado solo por los rayos, mientras la tierra rugía con fuerza. Un terremoto empezó a resquebrajar los cimientos del suelo bajo los pies de los habitantes de la zona. Beatriz, queriendo mantener la calma, la noche del 11 de septiembre guió a sus damas con pasmosa clama entre truenos, réplicas del terremoto, lluvia y oscuridad hasta la capilla de palacio. Juntas, ante el pequeño altar en el que había una cruz, empezaron a rezar con la misma devoción con la que rezaran en momentos de más sosiego.
Las damas no pudieron terminar el Salve, pues el rugir del volcán de Agua, en cuya ladera se encontraba la pared de la capilla, y el volcán de Fuego al otro lado de la ciudad, silenciaron para siempre las voces de Beatriz de la Cueva y las otras mujeres que fielmente la acompañaron. Cuentan las crónicas que Beatriz falleció abrazada a los pies de Cristo.
Su vida, su matrimonio, su mandato, fueron breves. Nunca sabremos si Beatriz de la Cueva podría haber sido una gran gobernadora, pero durante su corta existencia demostró que seguramente sí lo habría sido. Los habitantes de Santiago de los Caballeros admiraron no solo su belleza exterior, igualmente su sabiduría, su elegancia, su inteligencia, discreción y virtud. Fue, nos cuenta Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán, “la más heroica y graciosa española que obtuvo en muchos tiempos Guatemala”.
El cuerpo sin vida de Beatriz de la Cueva, fue enterrada en la iglesia catedral de Santiago con honores de gobernadora, pues aunque brevemente, fue la primera gobernadora de la historia de Guatemala.