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Se suele decir que las guerras dejan ver lo peor y también lo mejor del ser humano. En estos momentos en Europa estamos siendo testigo de ello.
Hace 30 años en el viejo continente se libraba otra guerra fratricida que parecía haber caído ya en el olvido. Hasta la invasión de Ucrania, esta había sido la última gran guerra en el corazón de Europa.
Fue la guerra de la antigua Yugoslavia en la que se vivió uno de los asedios más largos conocidos en un conflicto, el llamado “sitio de Sarajevo”. Fue una feroz batalla entre los dos bandos enfrentados que se libró en las calles de la ciudad de Sarajevo durante casi cuatro años, de 1992 a 1996.
El sitio de Sarajevo fue extremadamente cruento y se cebó con la población civil, exhausta y hambrienta, hasta el punto de que el 85 por ciento de los muertos fueron civiles. Se calcula que en esos cuatro años perecieron unas 12.000 personas y 50.000 resultaron heridas.
Los primeros dos años fueron los más violentos. Las matanzas se sucedían. La ciudad, enclavada en un valle, estaba rodeada desde las montañas por las fuerzas yugoslavas (serbobosnios) que hicieron de las calles de la ciudad su campo de tiro. Sus francotiradores mataban a civiles sin piedad mientras que las fuerzas bosnioherzegovinas resistían a duras penas. Para hacer más terrible la situación, bloquearon carreteras, se cortaron los suministros y empezó a escasear la comida, las medicinas y el agua potable.
El 26 de mayo de 1992 había poca forma de conseguir comida en la ciudad. Escaseaba de tal manera que muchas personas llegaron a comer sopa hecha con piedras llenas de musgo hervidas en agua. Pero ese día, se podía comprar pan en la ciudad porque había abierta una panadería que había conseguido harina. Decenas de personas se agolparon haciendo fila para conseguir algo de pan. De pronto, cayó del cielo una bomba y mató a 22 civiles al instante.
A poca distancia de la masacre vivía un joven músico, Vedran Smailovic. Era violonchelista y había tocado varias veces en la Ópera de Sarajevo, en las Orquestas Filarmónica y Sinfónica de Sarajevo y en el Teatro Nacional. Ese día, desde su ventana fue testigo de todo aquel horror.
La sinrazón se había apoderado de todo lo que le rodeaba, pero él necesitaba devolver a los muertos su dignidad arrebatada bajo las bombas y a los vivos un ápice de la humanidad perdida. Vedran se aferró a su violonchelo.
Decidió que, a partir de ese día y durante 22 días consecutivos, a la hora en que esas personas fueron asesinadas, iba a tocar su chelo. Por eso, se enfundó su mejor traje de gala, el de los conciertos, y tocó en el lugar de la matanza una canción en homenaje a aquellas víctimas. Escogió el Adagio de Albinoni.
El músico también se ofreció para tocar en varios funerales durante el asedio, aunque suponía arriesgar la propia vida a manos de los francotiradores. También lo hizo en la destruida Biblioteca de Sarajevo, en otros tiempos custodia de textos irremplazables perdidos para siempre. En 1993 Smailovic logró dejar una Sarajevo todavía sitiada.
La noticia de la gesta de este joven músico dio la vuelta al mundo. Un compositor inglés, David Wilde, conmovido por la determinación de Smailovic, compuso una obra para violonchelo que llamó “El violonchelista de Sarajevo”.
Una noche de 1994, el aclamado músico Yo-Yo Ma interpretaba en un concierto dicha pieza. El público lo desconocía, pero en el patio de butacas la escuchaba el propio Vedran Smailovic. El músico se levantó a petición de Yo-Yo Ma y ambos se fundieron en un abrazo que culminó con un sonoro aplauso del público. La humanidad se contenía en aquel abrazo.