El respeto es un don sagrado, una actitud sublime en medio de la vida. Además, es especialmente importante, pues cuando se pierde, se debilita el amor; y en ese momento, las heridas surgen.
El respeto no es solo una cuestión de actitudes, se da incluso con la mirada y los gestos; con las palabras que usamos, procurando sean pocas y delicadas. Es importante reconocer que si no aprendemos a respetar, no recibiremos ese respeto que anhelamos. Si no escuchamos con respeto, nadie nos escuchará del mismo modo. Si no respetamos que el otro no haga lo que aconsejo, pido o exijo, nos volveremos intransigentes y duros.
El respeto es un arte que se puede aprender. Schweitzer escribe al respecto:
“En este punto solo vale el dar que suscita dar en el otro: comunica a quienes están de camino junto a ti tanto cuanto puedas de tu ser espiritual, y recibe como algo precioso lo que ellos te devuelvan. El respeto por el ser espiritual del otro fue para mí algo evidente desde mi juventud”.
El respeto: un regalo sagrado
El respeto es un don sagrado que necesitamos incorporar para saber relacionarnos con las personas. Además, es importante recurrir a la ternura en todo lo que hacemos. Tratar con delicadeza, intentar saber lo que el otro siente, lo que le ocurre y verlo con mucha misericordia; arrodillarnos ante la belleza de su alma sin querer que sea mejor de lo que es, porque esa es la forma en la que Dios mismo nos mira a cada uno de nosotros. Su abrazo es gratuidad, pues no nos lo da solo cuando respondemos a sus expectativas.
¿Qué espera Dios?
Entonces, ¿qué espera Él de cada uno de sus hijos? Quizá simplemente quiere que sean felices, que vivan en plenitud. Que no tomen decisiones equivocadas, y si las toman, que sepan rehacer el camino. Que se mantengan fieles en el lugar donde han logrado ser felices.
Que sepan reinventarse cuando las cosas no marchan bien. Que no pierdan la esperanza cuando fracasan una y otra vez en todo lo que emprenden. Que se dejen ayudar porque solos no lograrán nunca salir adelante. Que sueñen en grande.
Que no desprecien a nadie, que no ignoren a quienes buscan ayuda, que no exijan más de lo que corresponde.
Que sepan perdonar siempre, porque el rencor esclaviza y amarga. Que se abran a la gracia de su Espíritu porque solo de esa forma se transforman en realidad los corazones.
Que confíen en el futuro, aunque esté lleno de incertidumbres. Que naveguen por anchos mares en su barca, a su lado, sin exigir que haya siempre pescas milagrosas.
Que traten a los demás con bondad, pues el amor que no se da a los demás se puede convertir en odio o desprecio muy fácilmente.
Que no se impongan pensando que su punto de vista es el mejor. Que sepan aceptar los errores sin enojarse, conscientes de que todos nos equivocamos.
Que acepten la vida en su verdad, con sus límites, con su pobreza y su riqueza. Que no dejen de alegrarse de todas las cosas bonitas que suceden.
Que sepan aceptar las derrotas como parte de la vida, igual que las ausencias y las pérdidas. Que callen cuando no tienen algo bueno que decir de los otros. Que respeten la originalidad de cada uno sin buscar algo distinto.
Eso es lo que Dios nos pide.
Nuestro Padre nos mira feliz porque nos quiere, y nos lanza a la vida para que cambiemos este mundo con una mirada, con nuestro ejemplo, con las palabras.
Y, así como nos mira, quiere que nosotros miremos a los demás, con la misma misericordia con la que Él nos abraza cada vez que caemos.