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Las costumbres y la construcción de uno mismo en “El sí de las niñas”

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Manuel Ballester - publicado el 11/07/22
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Podemos presumir que los padres quieren el bien para sus hijos, pero la libertad es mejor que la imposición. Una interesante crítica de la obra de Moratín por Manuel Ballester

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Este punto es, quizá, una de las garantías más seguras para que una sociedad prospere: que los padres, tras las experiencias de su vida, intenten transmitir a sus hijos las enseñanzas que han obtenido.

Que los padres encaucen a sus hijos orientándolos, según lo que ellos entienden que es útil, conveniente, bueno y noble, garantiza una sociedad cohesionada y plural. Constituida por el afecto, que es lo que une y cohesiona; pero también por la diversidad, porque no todos entendemos lo mismo por bueno y noble.

Y, por eso, aunque todos los padres quieren a sus hijos y le enseñan lo mejor, no todos coinciden en qué es lo mejor.

Dicho sea de paso, ese modo de transmitir y renovar la sociedad es el mejor antídoto frente a uno de los peligros más temibles que nos acechan desde hace unos pocos siglos: el totalitarismo, el horror de nuestro tiempo, la imposición del pensamiento único y la acción uniforme.

Este tema de siempre es abordado por Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) en su obra El sí de las niñas (1806).

El poder de los padres

Contiene, como es de esperar, concreciones propias del momento en que se escribe; contiene, por entrar en detalle, la posibilidad de que unos padres decidan sobre el casamiento de unos hijos (tanto mujeres como hombres).

Pero en ese contexto, Moratín introduce una mirada que trasciende el momento. Junto al poder parental (que dictamina, por el bien de Doña Francisca, con quién ha de casarse) pone un contrapunto de sensatez. ¿Acaso el poder no ha de someterse al imperio de la razón y la prudencia?

Don Diego es el marido elegido para Doña Francisca. A Don Diego le conviene y le ilusiona el casamiento. Pero es, también, un hombre razonable, juicioso.

Así, por ejemplo, en vez de llevar a la “niña” al altar fiado solamente en que así lo ha decretado la madre, él quiere saber qué piensa y siente Doña Francisca. E insiste.

Doña Francisca sostiene que se mantendrá fiel a lo que se espera de ella: "en todo lo que mande [mi madre], la obedeceré".

D. Diego: ¡Mandar, hija mía!… En esas materias tan delicadas los padres que tienen juicio no mandan. Insinúan, proponen, aconsejan; eso sí, todo eso sí; ¡pero mandar!…".

La libertad de escoger amar

Se habla de matrimonio, se habla de una amorosa convivencia, se habla, en definitiva, de la felicidad de dos personas.

Si bien la ley la costumbre permiten que le sea entregada Doña Francisca, Don Diego sabe que se habla de la felicidad y que "a nadie se le hace dichoso por fuerza".

Casarse por obediencia a los padres puede dar lugar a matrimonios honestos, culturalmente impecables, pero rara vez felices.

Ir por ese camino es comenzar a andar en la vida habiendo renunciado a la felicidad y si es verdad lo que afirma Whitman (El que camina un minuto sin amor, camina hacia su propio funeral con la mortaja puesta), ¿qué será de quien camina no un breve minuto sino que se ha resignado a andar así toda la vida?

El sí de las niñas es una obra de teatro que se lee con agrado. Contiene enredos, giros inesperados y ese punto crítico de las condiciones de su tiempo que muestra que, independientemente de lo que sea costumbre en cada momento, siempre cabe buscar lo noble y lo mejor.

Siempre cabe aspirar a la acción que nos llena de nobleza y nos sitúa a la altura de lo mejor de nosotros mismos.

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