El historiador Alejandro Rodríguez de la Peña explica cómo las religiones, a pesar de sus excesos, han contribuido de manera crucial a limitar la violencia humana
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Compasión y crueldad, las dos caras de la misma moneda de la realidad humana. El historiador Alejandro Rodríguez de la Peña, catedrático de CEU, ha decidido abordar ambos en dos ensayos imprescindibles – Compasión. Una historia (CEU Ediciones), e Imperios de crueldad (Ediciones Encuentro) –. Que, entre otras cuestiones, ponen de relieve el papel crucial jugado por las religiones en la contención de la violencia innata al hombre.
Rodríguez de la Peña reivindica, además, que, aunque la compasión tienen una larga historia, con antecedentes en otras culturas y religiones, fue el cristianismo quien la llevó a su máximo ético; y quien extendió más su alcance, al considerar a todo hombre merecedor de ella, al margen de su nación, raza, creencia o convicción religiosa.
Sobre todo esto, y también sobre las contradicciones que la aplicación práctica de estos principios ha puesto en evidencia a lo largo de la historia, hablamos en esta entrevista.
– Usted defiende que la religión ha sido un factor apaciguador de la violencia. Siendo así, ¿cómo explicamos las guerras de religión?
La contribución de las religiones a la compasión y a la mitigación de la violencia es fácil de comprobar si se analiza la historia desde una perspectiva comparada de largo recorrido. Eso es innegable. Pero, desde un punto de vista ético, lo anterior no impide considerar un gran escándalo el que religiones de paz hayan practicado la violencia a gran escala.
La contradicción mayor se da en el cristianismo, precisamente porque es la religión que tiene el ideal ético más elevado de todas. Y, sin embargo, tenemos cruzadas, Inquisición, guerras entre católicos y protestantes, como la Guerra de los 30 años, con su millón de muertos...
Pero hallamos la misma contradicción en el budismo, que se supone que es la religión más pacífica de la historia y que, en cuanto se ha concretado en una forma política, ha practicado la violencia.
El caso del Islam es el más notable, en cuanto la violencia religiosa alcanza en él su máxima expresión en la idea de guerra santa. Pues bien, aún así, esta violencia, salvo en alguna excepción puntual, es mucho más limitada que aquella otra del mundo antiguo basada en el tribalismo y las luchas de poder, o aquellas ideologías contemporáneas como los totalitarismos.
– Pero ¿cómo puede darse semejante contradicción, incluso aunque sus efectos sean menos graves?
La respuesta es doble. Por un lado, hay que alertar contra la idea de una antropología perfecta: no es posible una sociedad humana sin violencia. Aquel que piense que una sociedad, por ser religiosa, va a dejar de ser violenta, es que no conoce al ser humano; y parte de una antropología optimista equivocada, a mi juicio. Por muy religiosa que sea una sociedad, nunca logrará suprimir la violencia.
Como ha demostrado el siglo XX, por mucho que se alcancen los máximos niveles de educación, alfabetización y etización de la vida pública, la violencia está ahí y vuelve, y vuelve y vuelve. Siempre vuelve. Pero hay un segundo factor específicamente religioso que tiene que ver con el afán de las religiones descendientes del tronco bíblico de extender sus ideales éticos entre la población.
– Explíquese.
Que esos ideales acaben siendo normativos, y que incluyan comportamientos compasivos y misericordiosos que se valoran positivamente, hace que esas mismas sociedades consideren bueno extender ese ideario a otros.
El problema es que eso puede hacerse mediante misioneros pacíficos o por la fuerza, por muy contradictorio que esto suene. Esta paradoja nos lleva a entender que un principio benéfico, que se asume como ideal ético, puede tener un lado oscuro.
– Si esto es así, ¿no sería preferible renunciar a esa voluntad de proselitismo, de extender el propio ideal?
-Es tentador pensarlo, pero la experiencia no avala esa idea. Lo que vemos en sociedades como la griega, que albergaron ideales éticos muy elevados, como el estoico, pero que no se molestaron en propagar entre la población, porque se enseñaban en escuelas para unos pocos, es que esos ideales eran compatibles, y convivían, con comportamientos sociales y públicos de extraordinaria crueldad.
Y, por el contrario, vemos que la suavización del trato al esclavo, y su consideración como un ser humano; el fin de los infanticidios; o de las torturas públicas, son cambios que se producen cuando toda la población es convencida de un ideal ético.
– Entonces, ¿cómo resolvemos esa contradicción?
-No olvidando los principios del humanismo, que proclaman que el hombre es sagrado para el hombre y, por tanto, no puedo violentarle para imponerle mis creencias, por muy buenas que sean, o que yo considere que sean.
En mi caso, la referencia para ese límite es un humanismo cristiano, pero también se puede vivir desde un humanismo laico. Si se olvida esto, las mejores religiones, o las ideas más excelsas, degeneran en un infierno en la tierra.
– En su libro ‘Compasión. Una historia’ explica que la compasión no la inventó el cristianismo.
La compasión es una actitud ética que va abriéndose camino con la llegada de la civilización a través de distintas culturas, religiones y espacios geográficos. Y que alcanza cimas importantes en Confucio, que es quien acuña la ‘regla de oro’ –"trata a los demás como quieres que te traten a ti" –; o el judaísmo, que es quien propone, en el Levítico, "amar al prójimo como a uno mismo". Lo específico cristiano no está ahí, sino en la idea de que nuestra compasión debe dirigirse también hacia los enemigos. Por eso digo que el cristianismo lleva la compasión a su máximo nivel ético.
El cristianismo te pide que incluyas en tu compasión al que es una amenaza para ti. Y eso implica sacrificio, y puede llevarte a la cruz. La verdadera compasión pasa por el sacrificio de tus intereses. En el caso de Jesús, esta visión llega al extremo y se encarna en su propia vida. Y esto es único.
– Freud consideraba esta obligación de amar a los enemigos como algo profundamente inhumano.
Nietzsche llega a decir, comentando este precepto, que Jesús es un idiota, un bobo o un simplón que no sabe lo que dice. Como ya advierte San Pablo, el mensaje de Cristo es escándalo para los gentiles. Y éste es el gran escándalo: la dimensión sacrificial de la compasión cristiana.
– Vivimos instalados en la cultura de la víctima, con sus muchos excesos, pero hay una bienaventuranza evangélica que parece alimentar ese tipo de discursos: "los últimos serán los primeros", que puede verse como "las víctimas serán las primeras".
Desde el punto de vista espiritual es cierto. Y en la experiencia de las familias vemos a menudo buenos ejemplos de ello: los padres queremos más y prestamos más atención a los hijos que más sufren. Pero esa es la lógica del amor, que no es la lógica del mundo, ni de la sociedad.
La línea divisoria entre el cristianismo evangélico auténtico y una especie de idealismo buenista de la víctima, que tanto despreciaba Nietzsche, es muy fina y hay muchos que la cruzan.
– Frente a la lógica del amor, ¿emerge una lógica del poder?
Así es. ‘Los últimos serán los primeros’ se interpreta, no en sentido espiritual, sino político. Y, además, se presupone que las víctimas siempre dicen la verdad, porque se confunde sufrimiento con sinceridad. Esto ya está en Foucault.
Pero la víctima puede perfectamente convertirse en opresor. O mentir. La lógica del Evangelio no tiene nada que ver con el poder. La misericordia cristiana no habla de ‘empoderar’ a la víctima.
– Pero ¿tenemos que reconocer que este justicierismo social, este buenismo de la víctima, se construye con mimbres cristianos?
Sin duda. Aquí el que acierta es Chesterton: "Las ideas modernas son ideas cristianas que se han vuelto locas". Sin duda hay un fundamento cristiano en todo esto, pero es un cristianismo que ha sido invertido, manipulado y corrompido.
Pero hay que reconocer que toda idea que ponga en el centro a la víctima tiene una matriz cristiana. En el mundo pagano esto hubiera sido inconcebible, porque allí sólo los fuertes tenían dignidad y derechos.
– Volvamos a su historia de la compasión. En su ensayo defiende que la sensibilidad hacia la vulnerabilidad de los otros es una actitud que se aprende, que no nos viene de fábrica, en contra de lo que muchos piensan.
Esta es una convicción profunda que tengo después de estudiar miles de años de historia de la crueldad en muchas civilizaciones. Creo firmemente que la compasión es algo aprendido y fruto de la civilización.
– Pero en todas las culturas y en todos los tiempos hay manifestaciones de empatía y afecto hacia los próximos.
Sin duda. Esto funciona por círculos concéntricos. En el estado más primitivo, la dignidad que hace merecedor de compasión, apoyo o afecto se otorga a la familia inmediata o al clan, la familia extensa. Luego, a medida que pasa el tiempo, se introduce a los que practican el mismo culto, o a los miembros de la polis o de tu mismo grupo social.
Pero siempre hay gente excluida, incluso dentro de las mismas sociedades. En Grecia son los esclavos, por ejemplo. La empatía siempre tiene una frontera. Siempre hay un bárbaro, un esclavo, un meteco o un ilota que quedan fuera.
Hay que esperar al cristianismo para que la compasión se universalice desde el entendimiento de que todos los seres humanos son hijos del mismo Dios y, por tanto, merecedores de dignidad.
– En ‘Imperios de crueldad’ defiende otra tesis que choca con las ideas dominantes. Asegura que la indudable grandeza del legado grecolatino puede ser peligrosa si no se filtra desde el cristianismo, como ha venido haciéndose en los últimos siglos.
Escribo para personas que dan por sentada la grandeza de Roma y Grecia, y que asumen cuánto nos han influido para bien. Mi ensayo no pretende cuestionar eso. Lo que sí hago es explicar que estas civilizaciones antiguas tenían muy interiorizadas culturas de la crueldad pública, tanto en la práctica de la guerra como en los usos sociales. Y recuerdo que es la extensión del cristianismo en el Imperio Romano el que paulatinamente va suavizando todo eso. Sin caer en idealismos, porque el Imperio Romano cristianizado sigue siendo una maquinaria bélica formidable.
Lo que afirmo es que si volvemos a ese legado grecolatino prescindiendo de la mirada compasiva cristiana, como hicieron los nazis, por ejemplo, eso nos lleva a culturas de masacre y de genocidio.