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Hace pocas semanas nos parecía absurdo el que monjitas de la Madre Teresa de Calcuta fueran expulsadas de Nicaragua, país al que amaban tanto como a su gente, donde jamás se metieron en política ni opinaron sobre nada. Todo lo que hacían era trabajar por el prójimo más necesitado. Fue un absurdo doloroso.
Pero un absurdo que tiene una lógica brutal: se trata de regímenes que desdibujan a la persona y sus potencialidades para confundirla en un todo quejumbroso y menesteroso.
El objetivo es que la sociedad, disminuida en sus capacidades de respuesta, dependa del mendrugo del Estado. Y no de un Estado benefactor, sino de una maquinaria demoledora que reduce y esclaviza haciendo de la pobreza y la ignorancia su arma letal.
Todo el que, de alguna manera, mitigue el sufrimiento es enemigo de esa maquinaria y ella se revuelve para liquidar, por inofensivo que sea, al saboteador de sus fines. Aliviar el dolor equivale a quebrar una pata al asiento del poder.
La urticaria
De allí que opresores como estos dictadores latinoamericanos la emprendan contra la Iglesia católica cuya misión solidaria es legendaria, adosada a su historia milenaria y compromiso evangélico ineludible: estar con los pobres, apostar por ellos. En definitiva, caminar junto a ellos en lo que el Papa Francisco ha llamado Iglesia en salida hacia las periferias de los humildes.
Pero también les causa urticaria el trabajo de las ONG que atienden las mismas carencias, sean religiosas o no. Por eso en Venezuela, también, ya hemos visto varias intentonas de obstaculizar las labores sociales y humanitarias de esos organismos no gubernamentales.
En Cuba, a principios de la revolución castrista, se produjeron expulsiones masivas de sacerdotes y religiosas por razones más bien ideológicas con trasfondo de una toma de control de la educación bajo el argumento de defender una revolución que pronto se tornó indefendible. Hasta salir en procesión, rosario en mano, estaba penado.
Luego, el mismísimo Fidel Castro permitió el retorno de las congregaciones religiosas y el reagrupamiento de la Iglesia en la vivencia -aunque vigilada- de su fe. Sobre todo a raíz de la visita del papa Juan Pablo II. De hecho, eran esas congregaciones –y lo son hasta hoy- las que descargan al Estado incapaz de generar soluciones y menos alivio al sufrimiento de la gente, una tarea imposible para cualquier gobierno de signo marxista.
Tal vez haya sido la Cuba de un ladino y pragmático Fidel Castro más hábil a la hora de manejar últimamente esos conflictos. Ello, no obstante, no implica que esos escenarios puedan repetirse y dejar sin sacerdotes a varios de nuestros países, ante lo cual no puede ser indiferente la diplomacia vaticana que se ha enfrentado, por siglos, a diversas complejidades. De allí la prudencia y, suponemos, los contactos y gestiones subterráneas para salvar vidas y evitar males mayores.
Nicaragua y Cuba, semejanzas y diferencias
El problema en Nicaragua es la estrechez de mira de Ortega, su dependencia de ritos oscuros. También de su absoluta certeza de que el pueblo ya no nota diferencias entre su régimen y el que dijo derrocaría por injusto e impopular, el de Anastasio Somoza.
Cual elefante en cristalería, expulsa a las hermanitas de Calcuta. Cierra también la Academia de La Lengua en la propia tierra de Rubén Darío y expulsa al nuncio papal –asunto impensable hasta en las más rocambolescas coyunturas políticas- entre otros estropicios dirigidos a mantenerse en el poder al precio que sea.
De nuevo, en Cuba –la de Díaz Canel y un Raúl Castro con el sol en la espalda- se produce un hecho nada insólito pero ciertamente funcional a esa lógica que se apodera de las mentes de gobernantes a punto de un ataque de nervios. Han expulsado al superior de los jesuitas, el padre David Pantaleón. En este caso, un sacerdote querido, respetado y consecuente con esa sociedad sufrida a la que sirve desde que llegó procedente de su tierra, República Dominicana, por cierto, muy parecida en todo a Cuba. Una isla, gente alegre, mar azul y horizontes anchos, a pesar de los pesares.
Una cierta «elegancia»
El padre Pantaleón cumplía con su deber. Lo hacía coordinando acciones para acompañar a los jóvenes presos y sus familias, luego de las protestas que el pueblo cubano viene protagonizando en demanda de libertad, mejores condiciones de vida cada vez más precarias e indignas… y Justicia.
Consultando impresiones de jesuitas aquí y allá, la conclusión es la esperada: seguirán cumpliendo con su misión. Pero lo harán teniendo muy claro el escenario donde se mueven y el preciso mensaje del régimen cubano a los restantes. Puede pasarles lo mismo.
El padre Pantaleón no era cubano, con lo cual, bastaba con avisar que su visa de estancia en Cuba no sería renovada. No todos saben que ello le fue notificado por el régimen hace unos tres meses. Ello explica la naturalidad con que el sacerdote pudo ser despedido por sus propios hermanos, con misa presidida por el propio cardenal. Y fue arropado por el calor del pueblo cubano a quien tantas vivencias le unían.
Fue una expulsión, sin duda, pero con «elegancia», dijo a Aleteia un jesuita que fue consultado. Lo han tratado con relativa consideración. Sabemos que tiene permiso para volver a Cuba bajo régimen de visados temporales -y no por más de un mes cada vez- a fin terminar de arreglar sus asuntos en la isla.
Es el último episodio de esa «novela» y de allí el relieve que ha adquirido.
Un silencio que habla
El silencio de los jesuitas en el continente es más que elocuente, a pesar de no recaer sobre ellos ninguna acusación formal en Cuba. No le van a complicar las cosas al pontífice y asumirán el peso del episodio. La Santa Sede tiene que proceder con prudencia y andar con pies de plomo. Sabe hacerlo muy bien.
Un cubano– cuya identidad nos reservamos- con el que conversamos para esta nota, en días pasados se topó con un cardenal en Europa, quien hace un tiempo estuvo en Cuba por diligencias humanitarias. Recibió esta respuesta: «No hay que desesperar. Se está haciendo todo lo que se puede. La situación es compleja. Estamos actuando».
Es seguro que la Compañía de Jesús dará el frente a los desafíos que impone una situación social en Cuba cada vez más grave. Esto con la consecuente carga explosiva y su deber profético e irrenunciable en pro de los derechos humanos.
Golpe con guante blanco
Los riesgos están a la vista. Aunque, así como los golpes de Estado rudos, con tanques derribando las rejas de los palacios presidenciales, hoy son impensables y son sustituidos por los llamado «golpes blandos» o lawfares -aún cuando el resultado sea el mismo- el sacar del medio a personajes o instituciones incómodas tiene un protocolo diferente, más sofisticado. El anuncio de no renovación de permisos para regresar y permanecer en un país en misión es igual a una expulsión pero el guante es blanco y no chorrea sangre.
Advertencia que por aquello de matar varios pájaros de un tiro vale para todos los sacerdotes que, de un tiempo a esta parte, han venido fustigando duramente al régimen y sus procedimientos. El extranjero puede ser impedido de entrar al país pero el cubano podría ser expatriado. Probablemente no irán presos pero pueden correr la misma suerte de algunos disidentes al ser colocados en la puerta del exilio forzado.
Desafíos de la Iglesia en Cuba
Si bien el régimen cubano acaba de mostrar, una vez más, su debilidad ante una situación que se les va de las manos, pues la vida cotidiana se hace insufrible y ello es combustible para la indignación colectiva, en ese cuadro, fortalecer la acción de la Iglesia plantea nuevos desafíos de creatividad, coherencia y reafirmación de compromiso.
Un cubano, residente en Cuba, nos comentaba antes de cerrar esta nota: «Esto está tocando fondo. Finalmente está ocurriendo. La vida en Cuba es ya imposible. Los apagones, la represión, los abusos, todo ello está poniendo presión a la olla. El régimen no ha hecho otra cosa que mostrar debilidad con esta medida de expulsar al sacerdote. Otra muestra de que han perdido la brújula. Ahora no lo ven, pero les saldrá caro».
La miserable vida que llevan los cubanos es un asunto muy grave. Máxime en el contexto de empoderamiento de un pueblo que tiene poco que perder y sabe que mucho a ganar. Eso amenaza al régimen. En este caso, un régimen que ha llegado al extremo de castigar a la Compañía de Jesús, de histórica raigambre en Cuba, sancionando acciones que ni siquiera trascendían lo pastoral.
Más bien, la excelente impresión generalizada, tanto del superior de los jesuitas como, en particular, de su labor como presidente de los religiosos, era un activo que podría servir de catalizador en momentos cruciales, momentos «que se vienen encima», como decimos en Venezuela cuando algo es inevitable. Pero el poder, ejercido desde la coerción, no deja ver lo esencial.
Es de presumir que, esta vez, la sangre no llegará al río. Pero ambas partes activarán radares.