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Mi esposa y yo tenemos conflictos. Yo solo quiero que reconozca mi libertad para hacer las cosas que me gustan, y en las que ella no gusta de participar tanto —contaba en consulta un joven, sin poder ocultar su desazón.
—¿Qué idea tiene usted de su libertad? —le pregunté con mucho interés.
—Bueno, me gusta viajar, disfrutar de buenas bebidas, comidas, diversiones… No tiene nada de malo, y estará usted de acuerdo.
—Sí, solo que usted me habla de la libertad "de hacer cosas", pero en otro nivel, la verdadera libertad tiene un "para qué hacerlas", por el que las personas pueden descansar en sí mismas y no en las cosas que disfrutan, tienen o hacen.
—¿A qué se refiere?
—Para contestarle, permítame que le haga otra pregunta: ¿qué hace cuando no se entretiene con todas esas cosas que dice disfrutar?
"Me aburro"
—Simplemente me aburro.
—Eso sucede cuando las personas no sabemos entrar en nuestra intimidad para dialogar en la más profunda paz con el Dios de nuestra fe acerca de la belleza de todo, y más aún, de lo que se escapa a nuestros sentidos. Cuando lo hacemos, eso nos mueve a ser la mejor versión de nosotros mismos, para amar y servir a los demás.
—Eso suena como a ciertas espiritualidades enrarecidas.
—Solo que, en esas "ciertas formas de espiritualidad" se olvidan del mundo y de los demás, al proponer, por así decirlo, virtudes en abstracto. No debe ser así, ya que estamos llamados al crecimiento y realización, en el encuentro con nuestros semejantes.
—¡Ah! por eso se afirma que el hombre es un ser sociable por naturaleza.
Debe haber libertad interior
—Así es, y para vivir una verdadera espiritualidad, el hombre debe, ante todo, ser libre ante sus deseos, lo que significa que la libertad interior es la primera dimensión de la libertad humana, por la que esta adquiere su verdadero sentido, y en eso consiste la verdadera educación.
Cuando no es así, una persona de cierta religiosidad, bien educado, académicamente o de finos modales, no será necesariamente sincera, fiel, honesta, trabajadora, justa, fiel etc., etc.
—Eso me consta, y, para ser honesto… en primera persona.
Unidad de vida
—Hablamos de la integridad de la persona, por la que se mantiene una unidad de vida entre lo que piensa, dice y hace, en función de la verdad.
Es así, porque que cuanto más nos conducimos por la razón, más nos humanizamos. Pero tal cosa es una ardua conquista, pues para ello, debemos luchar con algunos resortes de nuestra psicología, que suelen alterar nuestra percepción de la verdad de las cosas y de nosotros mismos, como la imaginación, los sentimientos y los deseos.
Reeducar la afectividad
Se trata entonces de reeducar la afectividad, para imponer en la conducta, la regla de la razón para obrar el bien, superando defectos y apetitos sensibles.
Si, he comprendido, pero... ¿qué debo hacer parar reeducar mi afectividad?
—La respuesta es que, así como el cuerpo necesita ejercitarse, también lo requiere el espíritu, a través de la negación o vencimiento en el mundo de los deseos. Debe ser así, pues sin la práctica del dominio de sí, el espíritu humano apenas puede manifestarse y desarrollarse normalmente.
—Entonces, sí aprendo a negarme en mis deseos, será para obrar un bien superior... ¿no es así?
—Ha dado en el clavo, mas no es que todo sea negación, sino que además de los bienes que podemos lícitamente consumir, y de las cosas que merecen nuestra contemplación, están, sobre todo, las personas que merecen nuestro amor.
Mi consultante fue comprendiendo que, si bien ama a su esposa, no lo hace como ella desea ser amada. Y eso requiere de un cambio.
Por Orfa Astorga de Lira
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