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Hay muchas personas enfermas del alma y del cuerpo. Quizás todos estemos un poco enfermos.
Al mirar nuestra vidas, nuestras historias, vemos motivos suficientes para estar heridos, enfermos.
Adicciones, dependencias, dolores,... son síntomas de heridas más profundas. Son señales de alarma. Son gritos que brotan en el interior pidiendo ayuda al cielo, a Dios, a los hombres.
Todo por la herida, por la enfermedad. Y entonces deseamos que alguien nos sane, nos liberte, que rompa nuestras cadenas de esclavitud.
Hay muchas vidas rotas, enfermas. Comenta el padre José Kentenich:
Quien no mantenga un contacto continuo con el alma del hombre actual, enferma en varios aspectos, no tendrá ni idea de cuántas neurosis obsesivas convierten hoy en un infierno, o al menos en un insoportable purgatorio, la vida de incontables personas de todos los estados y clases, sin descontar, por supuesto, sacerdotes y religiosos.
Hay enfermedades visibles, esas que todos ven. Hay otras ocultas, escondidas, mal vistas, juzgadas. Esas otras enfermedades se mantienen escondidas, como si estuvieran vetadas o condenadas.
La lepra en tiempo de Jesús
La lepra era en el tiempo de Jesús una enfermedad maldita. El que la padecía era rechazado por Dios, por los hombres, era un impuro. El leproso tenía que vivir fuera de la ciudad y alejar de su presencia, haciendo sonar una campana, a los que se acercaban. Una soledad honda y profunda.
Hoy hay enfermedades que nos aíslan. La misma pandemia ha sido una enfermedad que nos ha aislado. Lejos de los demás para no contagiarnos, para que no se contagie el vulnerable.
La enfermedad puede aislarnos por muchos motivos. Podemos sentirnos enfermos y no desear que nadie vea nuestro estado y nos compadezca.
Por un lado la misericordia es lo que nos salva. Por otro lado nos gusta que nos quieran porque lo merecemos, no porque lo necesitamos. Queremos que nos amen porque somos valiosos.
Como me decían unos novios el otro día: "Nos admiramos. Y esa admiración por el otro hizo crecer el amor".
En este caso es válida una pregunta, ¿seguirá amándolo cuando ya no lo admire? Será más difícil.
Y si se enferma y pierde sus capacidades, ¿seguirá siendo fuerte el amor? ¿O se irá ese amor que se nutre de la admiración?
El amor crece con la admiración. Y nos cuesta admirar al débil, al enfermo, al frágil. Es en ese momento cuando entra el amor de misericordia que es el que acoge, perdona y cuida.
El regalo de la misericordia
Pero ese amor es difícil, es un don en nuestra vida, una gracia que se nos regala.
No queremos estar enfermos, al menos de esa manera que no podamos hacer nuestra vida normal.
Nos aterra perder la cabeza, enfermar en el alma. Nos asusta perder la alegría y dejarnos invadir por la tristeza.
El enfermo sufre una dolencia pero no necesariamente su vida se convierte en la de un enfermo convaleciente. Puedo padecer una enfermedad pero no comportarme como un enfermo.
Lo importante es no vivir exigiendo compasión de los demás, esperando que nos traten como corresponde a nuestra vulnerabilidad.
Lo primero es reconocer que estamos enfermos. Es el primer paso. ¿Cuál es la enfermedad que nos asola, nos devasta? Esa enfermedad que nos aísla y nos vuelve insensibles ante el dolor de los demás.
Porque cuando estamos enfermos dejamos de apreciar la belleza a nuestro alrededor. Y lo que es peor, en la enfermedad dejamos de alegrarnos por la vida que Dios nos regala.
A veces vemos la enfermedad y nos enfadamos con ese Dios que permite nuestro sufrimiento.
El que puede sanarnos
Miramos al cielo y le pedimos a Dios que nos sane. Él puede hacerlo. Al mismo tiempo aceptamos que no podemos hacerlo todo perfecto. Estamos enfermos, tenemos carencias en nuestra alma y en nuestro cuerpo, estamos heridos.
La enfermedad nos impide amar bien, amar de verdad. La enfermedad nos hace vivir en tensión con los demás, con nosotros mismos. Es una lepra que nos va quitando la vida sin que nos demos cuenta.
Por eso es vital hacerle caso a Dios para sanarnos. Que Él nos mire y cambie todo lo que está en desorden en nuestro corazón.