Y ahora, al celebrar ya el 60 Aniversario de la apertura del Concilio, el Papa Francisco ha explicado que "la Iglesia, por primera vez en la historia, dedicó un Concilio a interrogarse sobre sí misma, a reflexionar sobre su propia naturaleza, y su propia misión. Y se redescubrió como misterio de gracia generado por el amor, se redescubrió como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, templo vivo del Espíritu Santo".
Ocasión para recodar algunas cosas para entender mejor el legado del Concilio Vaticano II para nuestro tiempo, como son la importancia del contexto social y cultural en el que se dio, la importancia teológica y pastoral de sus aportaciones no sólo al magisterio de la Iglesia, sino a su misión en el mundo en el devenir de la historia, y la importancia de su recepción, de su real incidencia en la renovación de la Iglesia desde entonces hasta hoy. Así como, a modo de breve incursión en sus textos, recoger algunas de sus afirmaciones más significativas.
La importancia del contexto social y cultural
Como todo en la vida, nada puede entenderse, sobre todo cuando se trata de un acontecimiento histórico que a la vez devino en un conjunto de textos fundamentales, sin su contexto. Texto, sin contexto, pretexto. Por eso, antes de nada, conviene recordar el contexto histórico en el que se produjo un acontecimiento como éste.
Un breve bosquejo sobre algunos de los acontecimientos acaecidos hace 60 años, contemporáneos por tanto de la apertura del Concilio, nos sirven para contextualizar no sólo la apertura del Concilio como otro de esos acontecimientos, sino el clima que conformó gran parte de las expectativas puestas en él, y como en gran media a ellas trataron también de responder los padres conciliares, tanto con el espíritu con el que afrontaron este desafío (el renombrado “espíritu del Concilio”), como con los propios textos conciliares, las ideas en ellos vertidas y el estilo y los “acentos” con el que se escribieron.
El Concilio Vaticano II fue iniciado por el Papa San Juan XXXIII en un contexto mundial muy significativo: en plena crisis de los misiles, en la que la intervención del Papa fue decisiva para evitar una invasión militar estadounidense en la Isla de Cuba. Si bien la Guerra Fría era motivo de tensión, el mundo vivía un tiempo cargado de esperanzas: Europa iniciaba un camino de unión y desarrollo económico, avanza notablemente la carrera espacial, con la independencia de Argelia se consolida en proceso de descolonización, surgen numerosos organismos gubernamentales y no gubernamentales para el desarrollo y la defensa de los derechos humanos, la ONU condena el Apartheid en Sudáfrica, y el primer single de los Beatles simboliza el inicio de un profundo cambio cultural generacional.
En España, el llamado “Contubernio de Munich” (participación de españoles exiliados y no exiliados, y de todas las tendencias políticas, en el Congreso del Movimiento Europeo), puso en jaque al Estado franquista, considerándose el principal anticipo a la transición política española. La boda en Atenas entre el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón y la Princesa Sofía de Grecia preanunciaban una sucesión en la jefatura del Estado también capaz de albergar muchas esperanzas para un futuro democrático en España.
Jamás en la historia de la Iglesia tantos sucesores de los apóstoles estuvieron haciendo la experiencia del “donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos” (Mt. 18,20), y de modo tan prolongado. Según no pocos historiadores de la Iglesia, uno de los tres o cuatro concilios más importantes de la historia por su incidencia en la misma Iglesia.
La Iglesia ha tenido 21 concilios ecuménicos (de toda su catolicidad). Si partimos del periodo apostólico “conciliar” por el que la Iglesia naciente se abre desde el judaísmo a los gentiles; y reconocemos la importancia capital de los grandes concilios de los primeros tres siglo que fijaron el Símbolo de la Fe, tenemos que dar un salto hasta el Concilio de Trento, en el siglo XVI, el más largo (18 años) y con el mayor número de decretos (disciplina de los sacramentos, creación seminarios, etc..., conjunción en la revelación de la Tradición y de la Sagrada Escritura). Sin duda, el Vaticano II es mucho más importante que el Vaticano I (de hace dos siglos), por mucho que este declarase la Infalibilidad Papal.
La importancia teológico-pastoral
En cuanto concilio pastoral, porque sus fines fueron pastorales, no fue un concilio teológico en el sentido de que no fue un concilio dogmático (no definió ningún dogma), pero si fue un concilio de gran importancia teológica porque lo que hizo fue renovar completamente la teología pastoral.
San Juan Pablo II terminaba el programa eclesial para el Tercer Milenio (Novo Millennio Ineunte, 57) diciendo: “Después de concluir el Jubileo siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza”.
La importancia teológico-pastoral del Concilio es inseparable de sus preliminares: amplio, múltiple y concorde movimiento eclesial. Como luego explicaría San Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam Suam, el Concilio recoge dos preguntas que estuvieron presentes en todas sus sesiones: ¿qué dice la Iglesia de sí misma, qué dice el mundo de la Iglesia?
No podríamos entender el Concilio Vaticano II sin los movimientos que lo propiciaron, como fueron:
el movimiento eclesiológico (la eclesiología en proceso de renovación por pate de muchos teólogos inspirados por el eco de la encíclica de Pío XII Mysitici Corporis),
el movimiento litúrgico (de revitalización, no sólo de renovación),
y el movimiento ecuménico (una de las apuestas más innovadoras del triple diálogo promovido por el Concilio, junto al inter-religioso y el diálogo con todos los hombres, abracen o no una fe religiosa).
La importancia en el diálogo con el mundo
La brecha entre la Iglesia y la modernidad (cultura de la era contemporánea) era cada vez más grande, cuando el Concilio buscó, y sin duda logró, un diálogo, no como estrategia para el anuncio, sino como parte esencial y testimonial del anuncio, basado en la apertura, el discernimiento, y por tanto, sin obviar la crítica, y en la comunión.
El reconocido eclesiólogo italiano Piero Coda ha llegado a decir que en el Vaticano II se reconoce el “carisma de la modernidad”, que sería aquel o aquellos aspectos de la modernidad en los que se puede discernir algún que otro “signo de los tiempos” enviado por el Espíritu Santo, como sería el equilibrio entre objetividad y subjetividad en el acceso, en libertad, a la verdad.
En la encíclica Dives in misericordia San Juan Pablo II dice que lo fundamental del Concilio fue conciliar teología y antropología, el primado de Dios y de la libertad del hombre: “Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio” (nº 1). Dos ejemplos:
El mismo modo con el que Dei Verbum expone la revelación, como un diálogo de Dios con el hombre buscando su amistad, supone una innovación no sólo de lenguaje, sino también de compresión del misterio cristiano.
El cambio de 180º con respecto a la libertad religiosa (Dignitatis Humanae), haciendo que ésta pase de ser una amenaza de la modernidad para la verdad, a un cuasi “artículo de fe” (la fe en la dignidad del hombre, hijo de Dios).
La importancia de su recepción
El Concilio Vaticano II corrigió tres tendencias del catolicismo anterior: los progresivos clericalismo, eurocentrismo, y distanciamiento con respecto a los cambios sociales y culturales.
El 5 de marzo de 1973 Albino Lucciani recibe el capelo cardenalicio. San Pablo VI en su misiva le pide que actúe el Concilio Vaticano II, “con prudencia respecto a la forma, pero con decisión respecto a la sustancia”. El que hoy reconocemos como Beato Juan Pablo I le contesta que lo hará encantado, teniendo en cuenta que tantos no lo valoran, o bien porque creen que se debe volver al Vaticano I, o bien porque creen que debe dar paso a un Concilio Vaticano III.
Son los mismos extremos en la interpretación y en la recepción del Concilio de los que hablaba Benedicto XVI: “nostalgia anacrónica y huida hacia delante”. Y que hoy, el Papa Francisco llama
“progresistas y conservadores antes que hermanos y hermanas, de derecha o de izquierda, más que de Jesús, custodios de la verdad o solistas de la novedad, en vez de reconocerse hijos humildes y agradecidos de la santa Madre Iglesia”.
Una certera aproximación a la realidad, debería tener en cuenta dos criterios:
1/ El reconocimiento de los frutos eclesiales desarrollados desde entonces:
Una Iglesia más comunitaria, más misionera, y más testimonial. Sin dejar de reconocer los fracasos, debidos a dos tipos de causas distintas:
Las internas: “secularización interna”, es decir, impermeabilidad con respecto a la secularización externa; desarrollos incorrectos y desafortunados de algunas reformas en el ámbito de la liturgia, la misión ad gentes, la participación o la asunción acrítica de la moral liberal;
Y las externas: los cambios sociales y culturales convergentes con el Concilio o posteriores: resurgimiento de viejas ideologías con piel de cordero (nacionalismo, neo-marxismo, neo-liberalismo; revolución cultural), en definitiva, la “apostasía silenciosa”.
2/ Que entre frutos y fracasos hay una diferencia sustancial con respecto a sus causas:
Los frutos lo son del Concilio, en su sentido más amplio (movimiento eclesial pre y post conciliar, desarrollo providencial del mismo, y aplicación paulatina y prudente de sus propuestas); mientras que los fracasos no es justo atribuirlos al Concilio, ni siquiera a los internos, sino a planteamientos e iniciativas que se excusaron en el Concilio pero que no provenían del Concilio.
Para entender los efectos del Concilio es necesario una visión creyente: alguien ha comparado la Iglesia en el Concilio como un gran árbol sacudido por el Espíritu: al tiempo que cayeron tantas ramas secas que tenían que caer, cayeron algunas ramas verdes que no tenían que haber caído.
En todo caso, la única manera no sólo de reconocer los frutos del Concilio, sino de permitir que el Espíritu Santo pueda seguir ofreciendo a la Iglesia nuevos frutos de aquel “kairos” es, como indicó en su momento Benedicto XVI, volviendo a los textos. Ya San Juan Pablo II en el Novo Millenio Ineunte (nº 57) decía que “a medida que pasan los años, aquellos textos no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio”.