Ya San Juan Pablo II en el Novo Millenio Ineunte (nº 57) decía que “a medida que pasan los años, aquellos textos no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio”.
Proponemos para ello una brevísima selección de alguna de las principales novedades del “texto” conciliar:
1/ La Iglesia redimensiona su autoconciencia de ser “instrumento de unidad”:
No sólo para sus miembros, sino para todo el género humano: “Las condiciones de nuestra época hacen más urgente este deber de la Iglesia, a saber, el que iodos los hombres, que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales técnicos y culturales, consigan también la unidad completa.” (LG, 1).
Y, “aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación.” (LG, 9).
Es más, la Iglesia “avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad” (GS, 40).
2/ la Iglesia recupera la primacía de la Palabra
Desde la reacción ante la “sola escritura” en la Contra-reforma, no se había hablado de este modo de la Palabra:
Que a través de la Palabra “Dios habla a los hombres como amigos” (DV, 2).
Que la predicación “se nutra de la Sagrada Escritura, y se rija por ella” (DV, 21). pues deber de los predicadores es “enseñar, no su propia sabiduría, sino la Palabra de Dios” (PO, 4).
Que “es conveniente que los cristianos tengan amplio acceso a la Sagrada Escritura”,
Que “se redacten traducciones aptas y fieles en varias lenguas”,
Y que se haga “incluso con la colaboración de los hermanos separados” (DV, 22).
3/ La Iglesia reforma su liturgia, y el espíritu de su liturgia
Que “pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia” (SC, 26),
Que requiere de una reforma “como un signo de las disposiciones providenciales de Dios en nuestro tiempo” (SC, 43),
Que comporta la utilidad del “uso de la lengua vulgar” (SC, 36), desde una finalidad mucho más completa: “La Iglesia no pretende imponer una rígida uniformidad en aquello que no afecta a la fe o al bien de toda la comunidad, ni siquiera en la liturgia” (SC, 27).
4/ La Iglesia debe estar en permanente conversión como servidora de los hombres
De los obispos “como los que sirven”, como “verdaderos padres que se distinguen por el espíritu del amor y preocupación para con todos” (CD, 16).
De los sacerdotes, llamados no “al mando ni a los honores” (OT, 9) a “vivir en este mundo entre los hombres”, a quienes no podrán servir “si permaneciesen extraños a su vida y a su condición” (PO, 3).
De los religiosos, para quienes la práctica de los consejos evangélicos (obediencia, pobreza, castidad), también “esta animada y regulada por esta caridad” (PC, 6).
De los misioneros, llamados a descubrir “a los hombres la verdad de genuina de su condición y de su vocación total”, de modo que a “nadie y en ninguna parte pueda ser tenido como extraño” (AG, 8).
De los laicos, que con “su responsabilidad propia” e intransferible, están llamados a “la restauración del orden temporal”, buscando “en todo y en todas partes la justicia del Reino de Dios” (AA, 7).
5/ La Iglesia abre las puertas al diálogo
Cuentan que en los días posteriores a la convocatoria del Concilio un representante diplomático, recibido en audiencia por San Juan XXII, le preguntó que se esperaba de tal acontecimiento tan inesperadamente anunciado. Y cuentan que el Papa se levantó, y mientras abría la ventana de su biblioteca, dijo: “que entre aire fresco en la Iglesia”.
En Eclesiam Suam, la gran encíclica de San Pablo VI sobre la Iglesia en el pleno desarrollo del Concilio, éste declara que “La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio” (nº 27).
El deseo de apertura recorre todos los textos conciliares, pero, además, explícitamente, se renuevan o se inician, consecuentes con esta apertura, una serie de diálogos con los que la Iglesia abraza:
A los hermanos orientales, “patrimonio indiviso de la Iglesia universal” (OE, 1).
A los hermanos separados, con “el deseo de restablecer la unidad entre todos los discípulos de Cristo”, proponiendo a toda la Iglesia “los medios, los caminos y las formas por las que puedan responder a esta divina vocación y gracia” (UR, 1).
A todos los demás creyentes, cuyos preceptos y doctrinas “no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a los hombres” (NA, 2).
A todos los hombres, a quienes los asiste el sagrado derecho a la libertad religiosa, “realmente fundado en la dignidad humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural” (DH, 2).