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El cansancio del trabajo es ante todo una realidad física, pero también es una realidad mental: además del cansancio físico propio de cada profesión, existe también la presión nerviosa y el desgaste psíquico asociado al carácter social de todo trabajo.
Cualquier actividad que requiera objetivos y colaboración impone horarios que debemos respetar, metodologías y jerarquías que debemos aceptar, y personas con las que debemos convivir.
¿Es este trabajo inevitable, o por el contrario, podríamos algún día haber borrado tantas limitaciones, mejorado tanto nuestras condiciones de trabajo, que termine siendo una actividad de ocio?
Detrás de esta pregunta sobre los aspectos difíciles del trabajo, obviamente podemos ver un elemento central de los debates actuales que dividen el mundo político y la opinión pública, reactivando discursos de lucha de clases en el proceso.
Un esfuerzo por ir más allá
Si la especie humana se afana es porque se ve obligada a transformar la naturaleza para satisfacer sus necesidades vitales: los frutos espontáneos de la tierra son insuficientes para alimentarnos a todos, y por eso debemos cultivarla.
Además, las herramientas y defensas naturales del género humano parecen irrisorias frente a la inmensidad de nuestras necesidades: nacidos sin garras ni dientes afilados, sin plumas ni pelaje, los seres humanos son muy débiles y constituyen presa fácil para el mundo animal.
Este inmenso esfuerzo por superar nuestra indigencia originaria, esfuerzo individual y colectivo, se llama trabajo.
Por naturaleza, el trabajo es un esfuerzo al que nos obliga nuestra condición humana.
Soñar con una forma de trabajo desprovista de todo esfuerzo es soñar con ser un ángel.
Soñar con una vida sin esfuerzo es aspirar a la condición divina tal como la imaginaban las religiones paganas griegas: los dioses no trabajan, y no producen sus propios medios de sustento; se divierten o pelean. Por eso los ciudadanos griegos delegaron el trabajo manual en los esclavos: como los mismos dioses no se dignan trabajar, el trabajo manual es una actividad indigna, y viceversa.
Un esfuerzo liberador
Por lo tanto, debemos distinguir entre el esfuerzo y el trabajo. A través de nuestros esfuerzos ganamos nuevas fuerzas, desarrollamos nuestro espíritu práctico, nuestras habilidades técnicas y nuestra inventiva; fortalecemos nuestra voluntad, nuestra capacidad para llevar a cabo nuestros proyectos.
Trabajo significa esfuerzo. Y paradójicamente, este esfuerzo, aunque nos constriñe, también nos libera. Mientras se nos garantice el derecho a beneficiarnos de los frutos de nuestro trabajo, tenemos la seguridad que nos permite proyectarnos hacia el futuro, construir una vida. En resumen, ganamos nuestra libertad y la saboreamos como una victoria.
Por otro lado, cuando la dureza del trabajo destruye el propósito mismo del trabajo, que es llevar las facultades humanas a su plenitud, cuando arruina nuestras facultades mentales en lugar de elevarlas, y destruye la fuerza física necesaria para el trabajo y para la vida misma, ya no merece el nombre de obra. Entonces es una esclavitud sin sentido.
Sacrificar la vida por el trabajo es absurdo. Porque el trabajo se hace para las personas, no las personas para el trabajo. Por eso tenemos un desafío que afrontar: aceptar y no huir del esfuerzo inherente al trabajo, pero también identificar lo que es enfermizamente penoso y no someterse a él.