Ahora, la editorial española Renacimiento acaba de reeditarla para que cualquier lector pueda disfrutar con esta narración de los Evangelios, que Charles Dickens firmó entre 1846 y 1849.
Para sus niños, pero no infantil
La mayoría de las obras de Dickens se caracterizan por ofrecer un retrato social de la Inglaterra del siglo XIX, que suele ser tan enternecedor como descarnado. Además, todas están trufadas de detalles autobiográficos: niños que crecen en condiciones miserables, familias rotas por las deudas o el alcoholismo, malas compañías que acaban desencadenando tragedias…
Sin embargo, en el caso de Vida de Jesucristo la aparición de Dickens es mucho más directa que en ninguna otra, pues como él mismo explica en la primera línea, se trata de un texto que dirige a sus hijos pequeños.
De hecho, y a juzgar por cómo está escrito, varios autores (como el crítico literario y poeta Enrique García-Máiquez, que escribe el prólogo de esta edición) apuntan a que el texto era leído en voz alta por el propio Dickens, para que sus cinco hijos conociesen «algo de la historia de Jesucristo, pues todos deberían conocerla».
Oculto hasta la muerte de sus hijos
La relación de este texto con la intimidad familiar de los Dickens no acaba ahí. De hecho, está en el origen de que sea un texto tan poco conocido.
Porque, para que su inmensa fama como escritor no empañase su mensaje como padre, Dickens pidió expresamente que esta obra no fuese publicada hasta que no hubiese muerto el último de sus hijos, de modo que ellos siempre tuviesen claro que aquel mensaje era la mejor de las herencias familiares, y que no buscaba con él nada más que transmitirles su propia fe.
La profunda fe cristiana de Dickens
Y es que si algo deja claro Vida de Jesucristo es la enorme fe cristiana de Charles Dickens. A lo largo de toda la narración, el autor intercala la vida de Jesús con consejos y comentarios directos para sus hijos. Unos comentarios que, con el paso de los siglos, se han convertido en palabras directas para el lector, y que demuestran, sin ningún tipo de ambigüedad ni complejo, su arraigado y sincero cristianismo.
«Nadie existió nunca que fuera, como Él, tan bueno, tan amable, dulce de carácter y compasivo con los malos, enfermos o miserables. Y estando ahora Él en el cielo, donde esperamos ir –cada uno a encontrar a los otros, después de morir, y ser allí para siempre felices juntos–, no podéis figuraros nunca qué excelente lugar es el cielo sin saber quién fue Él y lo que hizo».
Fiel al Evangelio, fiel a su estilo
Aunque no se trata de una obra canónica, Vida de Jesucristo es completamente fiel al texto de los Evangelios, y solo se permite alguna licencia literaria, muy propia del inimitable estilo narrativo que hizo de Dickens en uno de los grandes literatos de la Historia.
Gracias a su pluma, pasajes como la mujer adúltera, el suicidio de Judas, la parábola del Hijo pródigo, la muerte de Lázaro, la multiplicación de los panes, o el caminar del Señor sobre las aguas (que mezcla con la tempestad calmada), se recrean con detalles inventados por el autor, pero tremendamente verosímiles.
Evangelio estilo Dickens
Buen ejemplo de estas «licencias» es cómo relata la resurrección de la hija de Jairo, donde el Evangelio suena como si saliese de boca de Pip o Joe, protagonistas de Grandes esperanzas:
«‘Señor, Señor… ha muerto mi hija, mi bonísima, hermosa, inocente niñita… Ven a verla, ven a verla, pon tu mano bendita sobre ella y resucitará, estoy seguro, y seremos felices su madre y yo. ¡Oh, Señor, la queremos tanto, la amamos tan intensamente… y se ha muerto!’. Jesús se puso en camino, seguido por sus discípulos, y acompañó al atribulado padre hasta el hogar de este. Los amigos y vecinos lloraban desconsoladamente en la habitación donde yacía la pobre criatura, y tocaban tiernas músicas, según costumbre de entonces cuando moría alguien. […] ¡Qué hermoso debió ser contemplar a los padres tomarla en sus brazos y besarla, dando gracias a Dios, y a Jesucristo su hijo, por tan inmensa misericordia!».
El corazón del Evangelio
Aunque, sin duda, lo más interesante del libro son las pequeñas enseñanzas morales que surcan cada página, y con las que Dickens trata de transmitir a sus hijos el corazón del Evangelio. Las mismas enseñanzas que él mismo intentó vivir, y que iluminan tanto los pasajes de la Escritura como el resto de sus obras, que con este texto desvelan sus profundas raíces cristianas.
Basta un ejemplo, sacado de la elección de los Doce:
«No seáis nunca orgullosos, ni groseros, queridos míos, para ningún pobre. Si son malos, pensad que hubieran sido mejores de haber tenido amigos cariñosos, hogares confortables y una conveniente educación. Así, tratad siempre de llevarlos hacia el bien con palabras persuasivas, amables, y procurad instruirlos y socorrerlos si podéis. Y cuando oigáis hablar despreciativamente de los pobres y miserables, pensad en que Jesucristo fue entre ellos y los enseñó, estimando que eran muy dignos de su atención. Apiadaos siempre de ellos y poner en ellos vuestros mejores pensamientos».
Un final imponente
No desvelaremos el imponente resumen final de lo que, para Dickens, significa ser cristiano (con algunos matices, todo sea dicho, y como es lógico, más próximos al anglicanismo que al catolicismo). Pero sí que podemos confirmar (sin hacer spoilers) que en él no late tanto la pluma del escritor, como la preocupación de un padre por la vida (mortal y eterna) de sus pequeños. Y deja una promesa, tanto a sus hijos, como a sus lectores actuales:
«Si hacemos esto, y recordamos la vida y enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo, y procuramos tenerlas en cuenta en nuestra vida, podemos esperar confiadamente que Dios nos perdonará nuestros pecados y errores, y nos permitirá vivir y morir en paz».