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¿Es posible salvar el honor perdido de Torquemada?

TORQUEMADA
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Vidal Arranz - publicado el 10/03/23
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La figura del fraile dominico está ennegrecida por la mala fama de la Inquisición, institución que ayudó a instaurar y de la que fue primer inquisidor general

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¿Fue Tomás de Torquemada un hombre piadoso y honesto, o un fraile que abusó de su poder y que lo ejerció de forma tiránica y sanguinaria? La opinión popular hace tiempo que dictó sentencia y lo condenó a la hoguera como paradigma de la intolerancia religiosa y la crueldad, pero la historia no lo tiene tan claro.

A Torquemada le arrastra la mala fama de la Inquisición, la institución que ayudó a instaurar en España, por orden del Papa Sixto IV, y de la que fue primer inquisidor general en Castilla y Aragón, durante el reinado de los Reyes Católicos.

"Torquemada fue el arquitecto de la Inquisición", asegura Iván Vélez, autor de un reciente ensayo sobre su figura "Torquemada. El gran inquisidor’. "El fue quien estableció los primeros tribunales y el principal, aunque no único, redactor de las Instrucciones por las que debía regirse el Santo Oficio".

La investigación histórica, y el acceso, a finales del siglo pasado, a documentos que permanecían reservados, han modificado en gran medida la imagen de la Inquisición, que ahora tiende a verse como un ejemplo más de la intolerancia religiosa de su tiempo; no como el más execrable. Sin embargo, esta parcial rehabilitación del Santo Oficio no ha alcanzado a Torquemada.

Las cifras de ejecutados por la Inquisición se han ido ajustando y ahora se sitúan entre las 4.000 y las 7.000 personas en tres siglos, según las distintas estimaciones. Como referencia, la caza de brujas protestante en el centro de Europa supuso el sacrificio de 50.000 personas, la mayoría mujeres, en apenas 50 años.

Y el régimen de Terror de la Revolución Francesa, que coincidió con los años finales del Santo Oficio, ejecutó a 17.000 personas en apenas un año, gracias a la terrible eficacia de la guillotina y a la realización de juicios rápidos carentes de cualquier garantía.

A la mala fama inquisitorial ha contribuido, paradójicamente, su extrema transparencia.

Desde el principio se regularon unos procedimientos de actuación que contemplaban la tortura -habitual también en la justicia civil- aunque le imponían importantes límites, y se levantaba acta del proceso.

Por cierto, los procedimientos de tortura y los aparatos usados para ella tienen escasa relación con los que aparecen en los ‘Museos de la Inquisición’ que pueden visitarse en muchas ciudades europeas. Los aparatos de tortura que se muestran son, en muchos casos, invenciones de los ilustrados que no se usaron jamás, ni por la justicia religiosa de la época, ni por la civil.

Esa abundante documentación sobre la actividad inquisitorial, inexistente en el caso de la persecución religiosa protestante, ha facilitado la crítica y la exageración de los enemigos de España, alimentando la llamada ‘leyenda negra antiespañola’, que en este caso concreto coincide con la ‘leyenda negra anticatólica’.

Ciertamente los procedimientos y las normas del Santo Oficio nos resulten hoy muy insatisfactorios, escasamente garantistas de lo que hoy consideramos derechos individuales, pero en su momento supusieron un serio intento de limitar la arbitrariedad de los inquisidores, y también la de los denunciantes.

El objetivo era garantizar la justicia y evitar causar perjuicios a inocentes, aunque, desde nuestra perspectiva legal actual, se queden muy lejos de lo razonable. Y, desde nuestra perspectiva religiosa, nos susciten un más que justificado rechazo.

Los datos que hoy conocemos ofrecen, con todo, una visión más equilibrada de lo que fue la Inquisición que la que muestra la leyenda negra. Muchos la presentan hoy como la versión más benigna de la intolerancia de su tiempo, mientras otros insisten en colocarla como la peor versión, aludiendo a la intimidación social que imponía su actividad.

A este respecto, sin embargo, el libro de Iván Vélez, proporciona un dato que ayuda a poner en contexto esa presunta coerción social: al comienzo de la segunda década del siglo XVI, tres décadas después de crearse, la inquisición tenía doscientos miembros en toda España, según cálculos de Juan Meseguer.

Esta cifra es "a todas luces insuficiente para configurar el pretendido y omnipresente aparato represor que forma parte del sombrío catálogo de los cultivadores de la leyenda negra", según resalta el investigador Iván Vélez en su ensayo.

El Santo Oficio ha sido, en parte, rehabilitado por los historiadores, pero sigue formando parte de los clichés de la cultura popular de nuestro tiempo. Sus siniestros inquisidores reaparecen aquí y allí como los malos de todo tipo de películas. Y Torquemada sigue apareciendo como un personaje perverso.

¿Es posible rehabilitar a Torquemada?

No es fácil, porque apenas hay documentos e información sobre su vida, con lo que no es fácil contrarrestar la leyenda con datos, que es siempre el mejor camino. Con todo, Iván Vélez no tiene ninguna duda de que "no era ningún sádico sediento de sangre". Al menos eso está claro.

Además, sabemos que en su tiempo gozaba de la mayor consideración y, de hecho, fue elegido por el Papa como inquisidor general por su acreditada probidad.

Sixto IV encomendó justamente a Torquemada poner fin a la arbitrariedad de los primeros inquisidores, que habían provocado muchas quejas y denuncias. En su designación como inquisidor general de Aragón -título que sumaba al de Castilla- el Papa le denomina "amado hijo" y asegura sobre su carácter: "mucho confiamos en tu circunspección, pureza e integridad".

En ese momento, 17 de octubre de 1483, Tomás de Torquemada era prior del monasterio de Santa Cruz de Segovia, de la Orden de los Predicadores (dominicos), así como profesor de Teología. No obstante, había formado parte ya de la primera hornada de ocho inquisidores nombrados por el Papa el 11 de febrero de 1482 para corregir los excesos de aquellos que habían sido nombrados apenas dos años antes por los Reyes Católicos.

Los relatos de esa época le presentan con los atributos propios de su orden -austeridad, severidad- pero apenas tenemos datos biográficos sobre su vida, tal y como resalta Iván Vélez.

Entre lo poco que sabemos de él está el dato de que nació en 1420 en la localidad palentina de Torquemada, y que fue hijo del hidalgo Pedro Fernández y de Mencía Ortega. Según admitió durante unas investigaciones, su padre fue matado por cristianos nuevos (judíos conversos) lo que, según algunas visiones, explicaría su exceso de celo en la persecución de los falsos conversos que conservaban su antigua fe judía, lo que sería el principal objeto de la actividad depuradora de la Inquisición.

Sin embargo, otros testimonios, como el del cronista Hernando del Pulgar, sostienen que Torquemada, como él mismo Pulgar, pertenecía a un linaje de cristianos nuevos, con antecedentes judíos en su familia. Lo cierto es que en la España de la época existía un problema real de conversiones falsas, que se agravaría con la expulsión de los judíos de 1492, pues sólo los que abrazaban la fe de Cristo podían permanecer en el país.

Torquemada tomó los hábitos en el convento dominicano de San Pablo, en Valladolid, por entonces uno de los principales centros eclesiásticos del país, y allí alcanzó el cargo de prior, que conservó hasta 1474. Su siguiente destino fue el convento de Santa Cruz, en Segovia. Y unos años después fundó el convento de Santo Tomás en Ávila, un edificio sufragado en parte con el dinero de las limosnas y de los bienes confiscados a los judíos.

Los escasos retratos que se conservan de su persona reflejan el juicio moral que se va introduciendo sobre su figura. El cuadro ‘La Virgen de los Reyes Católicos’ (1497) de su contemporáneo Fray Pedro de Salamanca, le muestra con rostro suave y beatífico, pero la imagen cambiará unos siglos después.

‘La expulsión de los judíos de España’ (1870), pintado por Solomon Alexander Hart, le muestra ya con rostro severo, en el centro de la escena, casi dando órdenes a los Reyes Católicos.

La pintura ‘El papa y el inquisidor’ (1882) de Jean-Paul Laurents, le retrata junto a Sixto IV, con un rostro enjuto, sombrío e incluso mortecino. Y ‘El gran inquisidor’ (1889) del mismo autor, le representa fieramente autoritario, sometiendo con el emblema de la cruz a unos amedrentados y temblorosos Reyes Católicos.

Aunque el cuadro que mejor representa el peso de lo negro legendario es el de Antonio Saura ‘Torquemada I’ (1978) que le muestra, en el característico estilo expresionista de tonos sombríos del pintor, como un rostro desencajado, fiero y monstruoso.

Pero quizás haya llegado el tiempo de dejar de agitar los demonios del fraile palentino y reconocer que, con mayor o menor acierto, buscó actuar con rectitud y corrección. Siempre al servicio de una misión que no concibió él, sino que tenía su origen en las necesidades del Estado. Una misión en la que su papel era ejercer el filtro de la Iglesia para intentar evitar abusos.

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