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Cuando te dan el título de “padre” o de “madre”, te pasas unos cuantos veranos obligado a no sentarte más de cinco minutos seguidos en la arena, porque tu bebé encontrará muy apetecible recorrer el perímetro de la alberca al filo de lo imposible, o porque tu princesa decidirá convertirse en una excelente catadora de arena, además de que, cada dos horas (pase lo que pase), deberás renovar el bloqueador de esos pequeños, con su colaboración o sin ella, vigilar de cerca los baños, y ampliar tu capacidad pulmonar inflando salvavidas.
Una realidad inevitable
Pero, poco a poco, verano a verano, llega el momento en que vuelve a ser fácil disfrutar de la época estival: se llevan su toalla, se ponen el bloqueador ellos mismos, saben nadar… Entonces, disfrutas de momentos geniales en familia.
Es la estación de la vida donde recoges el fruto de tanto esfuerzo. Pero, cuando llegas a ese punto, ¡zas!, irrumpen en tu familia los campamentos, las convivencias, las JMJ, etc. Personajes a los que, si no tenemos la perspectiva correcta, podemos ver como enemigos, amenazas que atentan contra los mejores momentos familiares.
Sé que son muchas las familias en las que, cuando unos hijos regresan, otros se marchan, reduciendo a unos pocos días del verano el poder disfrutar de la familia por completo. ¿Qué necesitamos en ese momento? Perspectiva.
Cambio de perspectiva
Sé que no es lo que habías soñado o imaginado, pero, si esto es lo que le pasa a tu familia, estás en el buen camino. Perder vida familiar «por culpa» de planes que les acerquen a Dios, por actividades que les hagan conocer amistades que también miren al Cielo, es siempre una buena inversión.
Cuando te duela, cuando te atrapen las pequeñas cosas que echas de menos, recuerda que «Dios no se deja ganar en generosidad», como decía San Josemaría. Que perder a nuestros hijos por Él, es asegurarnos su felicidad, aunque no sea a nuestro lado.
No puedo evitar recordar el versículo de San Mateo, donde nos dice: «Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna». Ahí nos tenemos que incluir, dejándole a nuestros hijos, perdiendo o cediendo nuestro mejor tiempo de familia durante las vacaciones, imitando, de «lejos» el sacrificio de Abraham, sacrificando nuestro amor para entregarlos a Él.
Cada vez que los inscribimos en una actividad que mira al Cielo, le estamos diciendo: «Confío en ti, te los dejo a ti, Señor». Y, en el Cielo, nunca nos dejan en leído, siempre toman nota.
Entender la etapa por la que estás pasando
He llegado a esta reflexión en un verano en el que las convivencias, la JMJ, y temas académicos, no me van a dejar ni un solo día con los “doce” al completo. Pero, leer a San Mateo 10,37 me reconfortó: «El que ama al padre o la madre más que a mí, no es digno de mí, y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí».
Este versículo siempre me pareció duro, hasta este verano, en el que, en lugar de rechazo, me provocó paz. Entendí que, ponerlo a Él por encima de todo, incluso por encima de mis anhelos de madre, hace que todo tenga la mejor versión, incluida la vida de los que más quiero.
Es ordenar nuestros amores, anhelos y pasiones, y sacrificarlos por el bien mayor de nuestros hijos. Y, ¿no es eso el amor más perfecto, el AMOR con mayúsculas? Quererlo a Él, por encima de todas las cosas, siempre produce los mejores efectos secundarios para todos los que nos rodean.
Cuando los eches de menos en las cenas de verano, al borde de la piscina, o en los paseos por la playa, recuerda, confía, agárrate, y alégrate con sus promesas: el ciento por uno, ni más ni menos, y sueña con ese verano eterno cuando estéis todos juntos en el Cielo. ¿Soltamos amarras este verano? Why not?