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Está ahí, pero no se ve. El espacio entre palabras no puede darse por sentado: ¿quién iba a pensar que habría que inventarlo? Aunque los primeros vestigios escritos datan de hace más de 5 mil años y nos llegan de la cuna de la humanidad, Mesopotamia, la escritura es un lenguaje que nació varias veces para transcribir la oralidad en arcilla, piedra, pergamino o papel. Y aunque la escritura no ha existido siempre, la puntuación ha tardado en llegar y la ruptura entre palabras ha sido gradual.
En los antiguos manuscritos griegos y latinos dominaba la scriptio continua, o escritura continua: el ojo se deslizaba a lo largo de bloques opacos de letras enfrentadas, organizadas en párrafos uniformes y rectangulares.
La lectura estaba reservada a unos pocos elegidos, y la inmensa mayoría de la población europea era analfabeta. El griego y el latín intentaron utilizar el punto medio durante un tiempo, pero nunca más se volvió a emplear. Como resultado, el texto solo revela su significado cuando se lee en voz alta, arrebatando a su lector un intento de puntuación.
Los inicios de la escritura moderna
No fue hasta el siglo VII cuando los monjes de Irlanda, acostumbrados al alfabeto irlandés antiguo (una forma antigua de la lengua moderna) y con dificultades para descifrar textos latinos, intentaron reformar su ortografía. Empezaron a separar las palabras entre sí utilizando el espacio que hoy conocemos.
Fue también en esta época cuando empezaron a surgir los signos de puntuación, como la coma, que entonces no era más que una barra oblicua, y los inicios del signo de interrogación. Así apareció el signo calderón, una especie de "P" invertida [ ¶ ], que procede de una "C" de dos puntas, como abreviatura de la palabra capitulum, capítulo, y que indica el final de un párrafo.
Sin embargo, su uso se limitaba al mundo celta y anglosajón, ya que no fue hasta el reinado de Carlomagno, a finales del siglo VIII, cuando una reforma de la gramática impuso sus reglas a la escritura.
La separación de palabras estaba aún en pañales, y los intervalos entre palabras siguieron siendo aleatorios hasta el siglo XII. Fue entonces cuando las palabras se distinguieron por fin claramente unas de otras para eliminar ambigüedades de interpretación.
Con el espacio surgió una nueva práctica: la lectura silenciosa, mientras que hasta entonces los textos estaban destinados a ser proclamados. Un rastro lejano de ello se encuentra en las Confesiones de san Agustín, que se asombró al encontrar a Ambrosio de Milán leyendo un texto sin mover los labios: "Cuando leía, sus ojos recorrían la página y su corazón examinaba el sentido, pero su voz permanecía muda y su lengua inmóvil. […] A menudo, cuando íbamos a visitarle, le encontrábamos leyendo en silencio, pues nunca leía en voz alta".
A partir de entonces, la relación con el texto cambió, entrando en la intimidad del "yo": ahora los lectores podían leer por su cuenta, por instrucción y luego por placer, y había nacido la literatura. Catorce siglos después, sonriamos y demos las gracias a esos benditos monjes irlandeses a los que debemos un poco de silencio y de respiro en este mundo.