Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Hoy, en este Décimo Domingo del Tiempo Ordinario, la Palabra de Dios nos invita a profundizar en el Evangelio de Marcos 3, 20-35. En este pasaje, encontramos a Jesús en medio de una intensa actividad ministerial. Ha estado sanando a los enfermos y enseñando con autoridad, atrayendo a grandes multitudes. Sin embargo, su popularidad también genera incomprensión y oposición, tanto de su familia como de los escribas.
Jesús regresa a casa, y tal es la multitud que se reúne que él y sus discípulos no pueden ni comer. La familia de Jesús, preocupada por los rumores y las apariencias, intenta llevárselo, pensando que ha perdido el juicio. Paralelamente, los escribas, incapaces de negar los milagros de Jesús, atribuyen su poder al príncipe de los demonios, Beelzebul.
El primer punto que emerge de este pasaje es la naturaleza del Reino de Dios y cómo Jesús lo establece. Los escribas acusan a Jesús de expulsar demonios por el poder de Beelzebul. Jesús responde con lógica y parábolas, afirmando que un reino dividido contra sí mismo no puede sostenerse. Si Satanás está dividido, su reino está condenado. Aquí, Jesús subraya que su poder no proviene de Satanás, sino del Espíritu Santo. Esto nos lleva a reflexionar sobre cómo discernimos el bien y el mal en nuestras vidas. ¿Reconocemos la obra del Espíritu Santo o estamos ciegos ante su acción por prejuicios o miedo?
El segundo punto significativo es la redefinición de la familia por parte de Jesús. Cuando su madre y sus hermanos llegan para llevarlo de vuelta, Jesús declara que su verdadera familia son aquellos que hacen la voluntad de Dios. Este es un punto crucial. Jesús no rechaza a su familia biológica, sino que amplía el concepto de familia para incluir a todos los que siguen a Dios. Esto nos invita a reflexionar sobre nuestra propia pertenencia a la familia de Dios. ¿Cómo vivimos nuestra fe en comunidad? ¿Somos acogedores y apoyamos a nuestros hermanos y hermanas en Cristo?
El tercer punto es la advertencia de Jesús sobre la blasfemia contra el Espíritu Santo. Jesús dice que todos los pecados pueden ser perdonados, excepto la blasfemia contra el Espíritu Santo. Este pecado se refiere a atribuir las obras de Dios al mal, a un rechazo consciente y deliberado de la verdad y la gracia de Dios. Nos llama a examinar nuestras propias actitudes. ¿Estamos abiertos a la verdad de Dios o estamos endurecidos en nuestras creencias erróneas? La misericordia de Dios es inmensa, pero requiere un corazón dispuesto a reconocer su acción y su amor.
Estas opciones pueden servirte para aplicar el Evangelio que hoy hemos meditado:
1Discernimiento y aceptación
Aprendamos a discernir la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas y en el mundo. No permitamos que los prejuicios o miedos nos lleven a malinterpretar la acción de Dios.
2Vivir en comunidad
Fomentemos un sentido de comunidad y pertenencia en nuestras parroquias y grupos de fe. Recordemos que somos una familia en Cristo, llamada a apoyarnos y edificarnos mutuamente.
3Abrirnos a la gracia
Mantengamos nuestros corazones abiertos a la gracia de Dios, evitando la dureza de corazón que rechaza la verdad y la misericordia de Dios.
Somos llamados a ser signos de unidad y amor
El Evangelio de hoy nos presenta un desafío y una invitación. Jesús nos llama a reconocer la verdad de su misión, a vivir como miembros de su familia y a mantener nuestros corazones abiertos a la acción del Espíritu Santo. En un mundo lleno de divisiones y malentendidos, somos llamados a ser signos de unidad y amor, reflejando la verdadera naturaleza del Reino de Dios.
Al concluir, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de discernir correctamente, de vivir plenamente nuestra fe en comunidad y de mantenernos siempre abiertos a su infinita misericordia. Que, como Jesús, podamos enfrentar la oposición con amor y verdad, construyendo así su Reino aquí en la tierra.
Amén.
Domingo IX del Tiempo Ordinario
Segunda lectura: 2 Cor 4, 13–5, 1
Evangelio: Mc 3, 20-35