El éxito puede subírsenos a la cabeza y llevarnos a renegar de nuestros valores: hay que tomar algunas precauciones
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Nuestra sociedad pretende construirse sobre el éxito. Estilo, belleza, juventud, productividad, sondeos, consenso, mediatización, cultura aséptica, parecen haberse convertido en los únicos criterios dignos del interés público.
Por esa razón, el éxito sufre las repercusiones de su gloria: ¿es en realidad un falso amigo, el Judas de los talentos recibidos?
Estar “en el mundo” y ser “del mundo”
Dos razones evangélicas invitan a distanciarse del éxito. La primera viene del enfrentamiento de Jesús con el Diablo durante las tentaciones del desierto (Mt 4,1-11).
El príncipe de este mundo promete al rey del universo la dominación de las tierras situadas al pie de la montaña si él consiente en postrarse y adorarlo.
Está claro que el poder humano es el lugar de un combate espiritual contra quien parece darlo a cambio de un alma vendida.
La segunda razón, que engloba y explica la primera, es la distinción que Jesús hace entre estar “en el mundo” y ser “del mundo”.
Esta distinción está lejos de permanecer en lo abstracto. Todos sabemos que apela a decisiones radicales en asuntos profesionales, sociales, familiares y espirituales.
Para dirigir nuestra vida, hay criterios que se guían por Dios y criterios que pertenecen solo al mundo, en el mal sentido de la expresión.
No hay que temer decir que los combates espirituales más agudos se sitúan en el momento de esas elecciones: ¿de qué manera voy a vivir mis relaciones afectivas, mi noviazgo, incluso mi matrimonio?
¿Cómo voy a conducir mi carrera y la parte que concedo a la vida familiar? ¿Concedo un tiempo sustancial a la oración en mi vida personal, en nuestra vida familiar, quizás incluso en mi vida sacerdotal?
La piedra en el zapato, a fin de cuentas, será el tiempo del ocio y de las vacaciones. ¿Qué hago de mi domingo cristiano cuando me he acostado tarde después de una noche con los amigos?
¿Qué pasa con el día del Señor cuando me voy de vacaciones al mar? El mundo se desvía entonces de Dios y por eso podemos connotar el éxito negativamente.
¿Hay que asumir el disfraz de perdedor?
Si entonces, en nombre del Evangelio, no tenemos que buscar el éxito según los criterios mundanos, ¿tenemos que optar por el fracaso ordinario, por la mediocridad asumida?
No, el hecho de no tener éxito o de limitarse a logros de bajo presupuesto tampoco es un signo de salud evangélica y eclesial.
“Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
Jesús nos invita a una cierta grandeza de propósito, precisamente porque la evangelización se hace con Sus medios y no con los nuestros.
Por supuesto, la gracia es invisible y lo sigue siendo en gran medida. Pero la humildad y la legítima búsqueda de la vida oculta no deben ser un pretexto para la renuncia, la vagancia, o peor, para la falta de imaginación o de magnanimidad espirituales.
Perogrullada fundamental: perder no es un signo de éxito. ¡Por eso hay que negarse a asumir el disfraz de perdedor!
Por supuesto, los santos, por no hablar de Jesús mismo, nos recuerdan que los medios de Dios no son los del mundo, que el bien no hace ruido, que lo esencial es invisible a los ojos, etc.
Sin embargo, el intelectual santo Tomás de Aquino se atrevió a publicar sus obras en vez de dejarlas pudrirse en el desván de su convento, san Juan Bosco obtuvo subsidios de un ministro anticlerical y todopoderoso, Teresita deseó las vocaciones más improbables ¡y escribió un libro!
Los medios de Dios pasan por el secreto del alma y por el reconocimiento personal (y comunitario) de las seducciones del mundo, pero no rechaza actuar, a gran escala y según los intermediarios idóneos, sobre ese mismo mundo.
Cuidado con los riesgos de descarrío
Por tanto, un cristiano no está destinado al fracaso por el pretexto de ser cristiano, ni un apóstol al silencio y a la inacción por el pretexto de ser apóstol, ni el humilde a la mediocridad.
Evidentemente, la diferencia se da en la verificación de los medios escogidos, según cuatro criterios: la Cruz, la Iglesia, la oración y el discernimiento. No escapamos de esta obra de verdad.
Existe el orgullo, la voluntad de triunfar. Eso es fácil de invocar y de denunciar, pero sigue siendo bastante interesante de analizar. De hecho, el orgullo salta a la vista y la vanidad ridiculiza.
Hay un peligro más sutil, que es congelarse en el personaje que el éxito ha fabricado. La persona es atrapada por su personaje.
Asumimos rápidamente el hábito de ser alabado, de estar en el centro de todo, de ejercer una seducción o una autoridad, de ser en definitiva el único principio de pensamiento y de acción de todo grupo humano, incluso cuando es para mejor.
En un primer momento, se está al servicio de la persona. En un segundo momento, se ve canibalizado por el personaje en que se ha convertido.
El inventor se identifica con la obra, el ser con el parecer, lo espiritual con el Espíritu Santo. El riesgo de descarrío es tanto mayor cuanto que nada ha cambiado en apariencia.
Simplemente, lo que era fuerte se vuelve duro, lo brillante llamativo, lo que era unificador se vuelve único, la intuición fiel a sí misma, lo que era estilizado se vuelve simplista.
Para protegerse de un endurecimiento así, pueden bastar unos medios muy simples para hacer que el propio éxito crezca de acuerdo a Dios.
Todos requieren las mediaciones necesarias. En teología, las mediaciones de la gracia son: Cristo, la Iglesia y los sacramentos.
Ellas realizan y distribuyen la gracia. En el sentido corriente, una mediación es un relevo, un testimonio, un juez quizás, en resumen, un cara a cara.
Atreverse a poner en práctica los talentos
En definitiva, no hay que desconfiar del éxito. El éxito es, en sí, la expresión de un talento reconocido.
No hay que olvidar el tratamiento excepcionalmente severo que Jesús reserva al siervo que ha sepultado su talento (Mt 25,26-28). ¡Debemos, pues, poner en práctica nuestros buenos talentos!
Pero, como con cualquier cosa, la forma de poseerlos e incluso de ofrecerlos debe ser purificada.
La sola voz de la conciencia no es suficiente. Una mirada exterior, amistosa y exigente, pero bastante diferente de nosotros, debería poder permitir conservar el equilibrio espiritual, moral e incluso mental.
Ahora bien, en todo caso, hay que atreverse. Podemos tener ambición, entendida en el sentido del deseo de hacer cosas grandes y bellas para Dios y de acuerdo con Dios.
¿Invocaremos el fracaso como la prueba definitiva del éxito? Hay que saber vivir un fracaso. Es algo que se aprende y no es fácil.
Pero nada hay más provechoso y más verdadero que integrar un fracaso en un éxito de conjunto y lograr esa mirada positiva, portando sobre un periodo más largo una perspectiva más amplia, la vida entera quizás, perspectivas cada vez más elevadas, hasta la vida eterna al fin.
El fracaso momentáneo forma parte de una vida de éxito.
Pero cuidado: puede deslizarse en las lecciones de un fracaso (del que hay que sacar partido humildemente) un veneno temible, el de la obcecación y la justificación de lo injustificable. ¡De tal modo que el fracaso se convierte en un signo de la voluntad divina como si todo hubiera sucedido bien!
Por Thierry-Dominique Humbrecht