¡Las personas que están en el cielo son mucho más útiles de lo que pensamos a menudo! “Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo, hombre él también, que se entregó a sí mismo para rescatar a todos” (1 Tm 2,5-6).
Es a causa de estas palabras de Pablo que a los protestantes no les gusta escuchar decir que los santos rezan por nosotros en el Cielo. Jesús es el “solo mediador” que tenemos ante el Padre.
“Él es el Sumo Sacerdote que necesitábamos: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y elevado por encima del cielo” (Heb 7,26).
Toda la Biblia, no obstante, proclama que Dios tiene en cuenta hasta la más mínima súplica que Le dirigen sus hijos (Sal 32,22; Lc 11,9).
Por eso el Apóstol no duda en pedir a los fieles que recen por las otras comunidades y por él mismo (Ef 6,18-20; Co 4,3-4).
Y en el cielo, un ángel ofrece a Dios “la oración de todos los santos” (Ap 8,3).
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Evidentemente, los católicos no olvidan nunca que es a través de Cristo y en Él que esas oraciones pueden tener valor.
Sin embargo, ¿cómo podemos representar la fecundidad de la oración de todos los que ya están en el paraíso, cuando ya no pueden tener el “mérito” de rezar como lo habían hecho en la tierra?
Los santos, modelos para todos los cristianos
Hay que decir, para empezar, que Dios valora ciertamente la humildad y la confianza con la que nos dirigimos a nuestros mayores.
Sin duda es la razón por la cual, durante un exorcismo, Él no ejerce su poder sino hasta después de haber escuchado al sacerdote y a quienes lo acompañan suplicar largamente a los santos y a los ángeles que intervengan en favor del desafortunado atacado por un demonio.
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Además, al pedir la intercesión de los santos, elevamos necesariamente los ojos hacia ellos y nos disponemos a admirar su generosidad, su amor al Señor.
Y aquí Dios se complace al ver que, en vez de tenerles envidia, nos regocijamos en su santidad.
Al pensar en ellos, nos dan ganas de parecernos a ellos: la caridad crece en nuestro pobre corazón de pecadores y, por el mismo hecho, “merecemos” un poco más ser satisfechos, aunque los dones del Señor son siempre absolutamente gratuitos.
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También se instala en nosotros una mayor humildad, porque nos damos cuenta de los enormes progresos que aún tenemos que realizar para conseguir unirnos a ellos: una nueva victoria contra nuestro orgullo.
Una victoria también contra nuestro desaliento, porque el Espíritu nos susurra en la oreja: “¡Tú también puedes hacer lo mismo!”.
Al final, cuando hacemos una novena de oraciones para pedir una curación a través de la intercesión de una persona fallecida “en olor de santidad”, permitimos a la Iglesia proceder eventualmente a su beatificación o su canonización, en el caso que la curación sucediera después de esta novena.
Todo sabiendo que Dios satisface siempre la más humilde oración del más pequeño de sus hijos… pero según su calendario, ¡necesariamente diferente del nuestro!
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