Con frecuencia, el domingo es sinónimo de aburrimiento. Sin embargo, el Día del Señor ha de ser un tiempo de descanso, fiesta y santificación.
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Con demasiada frecuencia, el domingo es sinónimo de aburrimiento. Por eso conviene tomar medios concretos que hagan del Día del Señor un verdadero tiempo de descanso, de fiesta y de santificación.
Todos necesitamos un respiro. “La alternancia entre trabajo y descanso, propia de la naturaleza humana, es querida por Dios mismo”, decía san Juan Pablo II en su carta apostólica Dies Domini, el 31 de mayo de 1998.
Las vacaciones, como los días de reposo semanal, son valorados por todos: no hay más que ver el buen humor que reina a la salida de las oficinas en el fin de semana… Pero cuidado con no confundir el “fin de semana” con el domingo.
El descanso dominical, en efecto, es mucho más que un simple momento de relajación. Además, si no fuera más que eso, bien podría tener su lugar en otro día de la semana; ¿Por qué el domingo, después de todo, y no el lunes o el miércoles?
¿Por qué el domingo?
El domingo es el día de la Resurrección y la Resurrección es lo que da sentido a todo lo que vivimos en la Tierra. Descansar el domingo no es solamente dejar de trabajar, es, de un modo más profundo, ponerse en la buena dirección: la del Reino. El domingo devuelve a nuestra vida su dimensión vertical, mientras que el “fin de semana” sólo ofrece una perspectiva horizontal.
El reposo del domingo es un acto de Fe y de Esperanza. No siempre es fácil detenernos, hacer como si no tuviéramos documentación retrasada o una contabilidad que poner al día. Pero el domingo nos es dado para buscar primero el Reino, con la certidumbre de que “el resto se nos dará por añadidura”. Dejar nuestro trabajo a un lado es manifestar de forma concreta nuestra confianza en Dios. Es reconocer que todo nos viene de Él, que nuestro trabajo es una participación en su obra de Creador y que, sin Él, no podemos hacer nada. No tengan miedo, nos repite el Santo Padre. No tengan miedo de dar su tiempo a Cristo.
El domingo, día de fiesta
El domingo debería ser, por excelencia, el día de la alegría: alegría de celebrar a Jesús resucitado verdaderamente presente entre nosotros, alegría de la Resurrección a la que todos estamos llamados, alegría de saber que toda nuestra vida terrestre es un camino hacia el Reino y que, de domingo en domingo, la Iglesia avanza hacia el último día del Señor, el domingo eterno.
Sin embargo, si el reposo dominical tiene mala prensa, es porque la mayoría de los domingos están llenos de retraimiento y aburrimiento. Es urgente que inventemos los domingos de fiesta, que encontremos un medio de vivir en parroquia, en familia, entre amigos, domingos marcados por la simplicidad y la dicha. Y que el domingo no sea nunca ese día vacío que temen tantas personas aisladas.
En el corazón del domingo está la Eucaristía. Participar en la misa todos los domingos no es un lujo reservado a quienes no tienen nada mejor que hacer, ni una opción destinada a personas piadosas: es una necesidad vital.
Desde los primeros siglos, los cristianos sintieron la “necesidad interior” de reunirse cada domingo para celebrar la Eucaristía, a veces incluso poniendo en peligro su vida.
“Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical. La mayor parte de las veces lo ha hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha recurrido también a disposiciones canónicas precisas” (san Juan Pablo II, carta apostólica Dies Domini, 31 de mayo de 1998, § 47).
Dicho de otra forma, la Iglesia debió anunciar claramente que la participación en la misa dominical es una obligación seria, un acto esencial del que depende nuestra vida espiritual. Si la Iglesia nos invita a santificar el domingo es porque lo necesitamos. No demos de lado este regalo.
Christine Ponsard