Las lágrimas pueden ser un verdadero signo de fuerza y decir mucho sobre nosotros, pueden ser un camino a la unión con Jesús que lloró
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Reprimidas o desbordantes, las lágrimas tienen mil rostros. Sor Anne Lécu, dominica, filósofa, médica de prisiones y autora de Des larmes [“Lágrimas”] nos explica por qué las lágrimas pueden ser un verdadero don.
“Dichosos los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5, 4). ¿Cómo interpreta usted esta Bienaventuranza cuando trabaja en un lugar de tanto sufrimiento?
Es una Bienaventuranza provocadora que hay que recibir sin interpretarla en exceso. Efectivamente, hay muchas personas que viven cosas descabelladas, que lloran, que no reirán mañana ni pasado mañana y que no serán consoladas.
Dicho esto, cuando estas personas no pueden llorar, su sufrimiento es peor.
Quien llora, llora generalmente delante de alguien, incluso si es en forma de ausencia, alguien en quien se apoya, alguien a quien ama; en cualquier caso, no está en una soledad totalmente desolada. Por desgracia, en prisión vemos muchas personas que ya no pueden llorar.
¿La ausencia de lágrimas es preocupante?
¡Mucho más que las lágrimas! O bien es signo de una anestesia del alma o bien de una soledad demasiado grande. Hay un sufrimiento horrible en unos ojos secos.
Una de mis pacientes encarceladas presentó durante varios meses lesiones cutáneas en varias partes del cuerpo. No sabíamos tratarla. Sin embargo, un día me dijo: “¿Sabe? Mi piel que supura es mi alma que sufre. Son las lágrimas que no consigo llorar”.
¿La tercera bienaventuranza no ofrece la promesa de consuelo en el Reino?
Ciertamente, ¡pero el Reino comienza ahora! Simeón el Nuevo Teólogo decía en el siglo X: “Que diga adiós a la vida eterna quien no la ha encontrado aquí abajo”.
Lo que se nos promete no es solamente un consuelo en el más allá, sino también la seguridad de que del corazón mismo de la desgracia puede brotar la alegría.
Es el peligro del utilitarismo: hoy en día ya no conseguimos pensar que podamos estar a la vez en la tristeza y en la paz. Sin embargo, las lágrimas nos aseguran que sí.
En su obra Des larmes, usted escribe: “Nuestras lágrimas se nos escapan y no se pueden analizar totalmente”.
¡Porque nunca somos totalmente transparentes con nosotros mismos! Es un mito, un espejismo contemporáneo, que exista pura transparencia para uno mismo y para los demás.
Tenemos que aprender a soportar nuestra opacidad y nuestra finitud: crecer en madurez, de eso se trata.
Se lloraba más en la Edad Media. Sin embargo, las lágrimas van a agotarse con la modernidad. ¿Por qué? Porque nuestra modernidad tiene por motor el control. Imaginamos que porque vemos, sabemos, y que porque sabemos, podemos. ¡Pues no es así!
Las lágrimas son un líquido que perturba la mirada. Pero vemos a través de ellas cosas que no veríamos en una pura visión de superficie.
Las lágrimas dicen lo que hay en nosotros de borroso, de opaco, de deformado, en una palabra, de humano, pero también hablan de lo que hay en nosotros más grande que nosotros mismos.
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¿Cómo se distinguen las lágrimas “verdaderas” de las “lágrimas de cocodrilo”?
Una niña pequeña respondió un día a su madre que le había preguntado por qué lloraba: “Cuando lloro, te quiero mejor”. Las verdaderas lágrimas serían las que ayudan a amar mejor, las que se dan sin haber sido buscadas.
Las falsas son las que no tienen nada que ofrecer, sino que quieren obtener alguna cosa o que se dan como espectáculo.
Se puede ilustrar esta distinción con Jean-Jacques Rousseau y san Agustín. El primero no deja de contar sus lágrimas, escenificándolas y viéndose a sí mismo llorar, lo cual no me conmueve en absoluto. El segundo llora porque mira a Cristo que lo ha conmocionado y espera que sus lágrimas nos dirijan a Él.
Dime cómo lloras y te diré quién eres…
Las lágrimas revelan algo de nosotros mismos, pero también nos despiertan. Porque sólo los vivos lloran. Y quien llora tiene el corazón ardiendo. Su capacidad para padecer, incluso para compartir, se despierta.
Llorar es sentirse afectado por algo que nos supera y esperar un consuelo. No es por nada que los Evangelios cuentan que, en la mañana de la Resurrección, fue María Magdalena, la que había llorado más, quien recibió la mayor alegría (Jn 20, 11-18).
¿Qué nos dice María Magdalena sobre este don de las lágrimas?
Ella combina los papeles de la mujer pecadora que llora a los pies de Jesús, de María (la hermana de Lázaro) que llora a su hermano muerto y la de quien permanece llorando ante la tumba vacía.
Los monjes del desierto tomaron estas tres figuras incitando al creyente a llorar lágrimas de penitencia, lágrimas de compasión y lágrimas de deseo de Dios.
María Magdalena nos enseña también que quien está desgarrado por las lágrimas está, al mismo tiempo, unificado en ellas.
Es la misma mujer que llora de desesperación a la muerte de su Señor y de alegría al verlo de nuevo. Es la misma que llora sus pecados y vierte lágrimas de reconocimiento porque es perdonada.
¡Ella encarna la tercera Bienaventuranza! En sus lágrimas hay, como en todas, un poder paradójico de transformación. Cegadoras, dan la vista. De dolor, pueden también convertirse en bálsamo.
Ella llora tres veces ¡y Jesús también!
Exactamente. En tres momentos, las Escrituras manifiestan que Jesús llora. Por Jerusalén y el endurecimiento del corazón de sus habitantes. Luego, llora con la muerte de Lázaro unas lágrimas tristes y dulces del amor herido por la muerte. En ese momento, Jesús llora por la muerte del hombre: llora a cada hombre, cada mujer, cada niño que muere.
Por último, Jesús llora en Getsemaní…
Sí. En el huerto de los olivos, las lágrimas del Mesías atraviesan la noche para subir hacia Dios que parece estar oculto. Aunque Jesús es el Hijo de Dios, entonces es Dios quien llora y quien suplica.
Sus lágrimas envuelven todas las súplicas de todos los tiempos. Sus lágrimas las llevan hasta el fin de los tiempos, hasta que venga ese día nuevo en el que, como promete el Apocalipsis, Dios tendrá su morada definitiva con los hombres. ¡Entonces Él enjugará cualquier lágrima de nuestros ojos!
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¿Las lágrimas de Cristo “llevan” cada una de nuestras lágrimas?
¡Desde entonces, ninguna lágrima se pierde ya! Porque el Hijo de Dios lloró lágrimas de angustia, de desolación y de dolor, cada persona puede creer, efectivamente, que cada una de sus lágrimas está desde entonces cosechada como una perla fina por el Hijo de Dios.
Cada lágrima de un hijo del hombre es lágrima del Hijo de Dios. Es lo que el filósofo Emmanuel Levinas presintió y expresó en esta fórmula fulgurante: “Ninguna lágrima debe perderse, ninguna muerte debe quedar sin resurrección”.
En este descubrimiento radical se inserta la tradición espiritual que va a desarrollar el don de las lágrimas: si Dios mismo llora, es que las lágrimas son un camino hacia Él, un lugar donde encontrarlo. puesto que se mantiene allí, una respuesta a su presencia.
También deberían ser más recibidas que pensadas, como recibimos a un amigo o el regalo de un amigo.
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Entrevista realizada por Luc Adrian