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Los jóvenes que se aventuran en la vida no ven los obstáculos que podrían frenar sus proyectos. Zarpan para una gran aventura. Tienen confianza en el futuro. Se ríen de las dificultades y están convencidos que todo el mundo se aliará con ellos para ayudarles a llevar a buen puerto sus sueños.
Pero, rápidamente, desde el momento que pasan del proyecto soñado a su puesta en marcha, descubren en su camino cuestiones imprevistas, objeciones que parecen surgir bajo sus pies como por magia, consideraciones que les llenan de estupor porque ¡ni las imaginaban!
Descubren que, contrariamente a lo que cantan los poetas y a lo que creían en la ingenuidad de su amor naciente, no están solos en el mundo. No tardan a darse de bruces con la realidad.
Y entre todas estas realidades, están los padres. Los padres plantean muchas dificultades a los enamorados. Los enamorados plantean muchas problemas a los padres.
No es fácil ser padres de enamorados. Aunque lo sepamos y nos preparemos, y nos protejamos contra ello, ningún padre considera verdaderamente bienvenido al encantador joven que su hija prefiere a él. ¡Es humano! Y ¡ser la mamá de un joven que abandonará a su madre por otra mujer es un suplicio!
Por parte de los padres, hay todo un trabajo a hacer, tan difícil como que hay que conjugar una alerta indispensable con un espíritu benevolente de acogida.
Para los padres, acoger al extraño (al que no han visto crecer) que su pequeño ha elegido para casarse, siempre es un cambio que desestabiliza, ya que, tenemos que confesarlo, nunca es aquél o aquella que habríamos elegido para él o para ella.
Pero, desde el punto de vista de los jóvenes, tampoco es nada fácil. Cuando comenzamos a tomar verdaderas responsabilidades, responsabilidades que comprometen para toda la vida, aspiramos a tomarlas en completa libertad.
Esta decisión exacerba las sensibilidades y hace nacer susceptibilidades. Un comentario es rápidamente entendido como una amonestación. Una reflexión puede ser sentida como una injerencia.
Por muy buena que sea la buena voluntad que tengan los padres, los jóvenes sienten invariablemente su intervención como una amenaza. Y esto se agrava si viven una dependencia material real respecto de los padres. Y esta dependencia pesa.
Está claro que habrá que solucionarlo. Pero ¿a qué precio? Además, los padres de uno son los suegros del otro. Dos maneras de vivir que se encuentran, dos maneras diferentes de abordar los temas. Del choque de estos sílex bien tallados saltan chispas. Y hay chispas que prenden fuego a la pólvora.
Al elegirse, los novios abandonan a sus familias. La Biblia lo dice y el Señor Jesús lo reafirma: “El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su esposa, y los dos serán como una sola carne” (Mt 19,5). Dejar es un desarraigo.
Y aquí se trata de dejar una carne por otra carne. Desarraigarse de la carne materna para unirse a la carne conyugal. Es duro. Para unos y para otros. Nada más natural. Nada más pasional. Todo debería ir bien. Todo va normalmente bien. Pero sería falso afirmar que esto se supera fácilmente.
El papel de los padres es acoger, y sobre todo liberar, favorecer el desprendimiento sin insistir sobre lo que están sufriendo. La actitud espiritual que les corresponde es la de “confiar” en sus jóvenes, y esto entendido en diferentes sentidos ¡el material, el psicológico y el espiritual!
Por lo que respecta a los jóvenes, tienen que aprender a componer. Lo propio de su edad es ser íntegros, estar convencidos de tener razón en todo. Creen que podrán bastarse a ellos mismos y no necesitarán nada de nadie.
En ocasiones, muestran desconfianza más allá de lo necesario. ¡Temen tanto que se les constriña, que se mezclen en su vida, o que se adopten responsabilidades en su lugar!
Desgraciadamente, hay ocasiones en las que este miedo está justificado. En ocasiones tienen buenas razones para estar vigilantes. En muchos casos, felizmente no en todos, es difícil hacer comprender que uno no se desposa con la familia política.
¿Cómo hacer entender que, sin entrar en lidia, que, si se desea la paz, esta no será aceptada de buen grado al término de un conflicto si su resolución es sentida como una derrota?
¿Cómo ponerse en marcha en la vida sobre un compromiso dudoso, impuesto por necesidades materiales? Es difícil hacer ver que si se acepta un consejo sabio, se tiene que rechazar lo que haría peligrar un proyecto razonable fundado sobre el amor.
Todos los nacimientos son un combate. Lo que es cierto para una persona es cierto para una pareja. Las dificultades que han de afrontar los novios y las de los padres de los novios son comunes a casi todas las familias.
¿Saberlo servirá de consuelo? Tanto más cuanto, en estos temas, nadie puede estar seguro de tener razón al cien por cien, y es mejor mantenerse prudente.
Así que, ¿por qué no vivir esta etapa de la vida como una pascua, una prueba enviada por el Señor, puesta en el camino para hacernos crecer, una escuela de respeto recíproca, un acto de confianza en la fuerza de la vida?
Cuando, en familia, se ha tenido la prudencia de instaurar desde hace mucho tiempo un amor auténtico, por poco que se le añada una dosis justa de buen sentido, todos saldrán mejor de esta prueba.
Alain Quilici