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Durante una conversación entre amigos, hablamos de la educación de los niños: comparando la experiencia de unos y de otros, destacaba claramente el hecho de que los mayores son a menudo más difíciles que sus hermanos pequeños.
Y nos preguntábamos por qué nos pasa esto.
"Sin duda es – sugería un padre de familia – porque con nuestro primer hijo pensamos todavía que seremos buenos padres; el mayor es sometido a toda clase de exigencias y padece nuestras angustias de padres perfeccionistas. Después, nos desilusionamos de nosotros mismos, lo que hace que estemos más relajados con los hijos siguientes".
No entraremos a debatir sobre si los mayores son, o no, más difíciles que los pequeños. Pero ¿es cierto que, para educar bien a los hijos, hace falta primeramente perder la ilusión sobre nuestra capacidad de ser "buenos padres?"
A menos que fueran inmaduros, o excepcionalmente despreocupados, todos los padres han iniciado su carrera repletos de principios excelentes (o no tan buenos). Proyectos ingenuos que la realidad de la vida cotidiana pronto pondrá en su lugar.
Esta ingenuidad, por otra parte, no es exclusiva de los padres noveles, la encontramos también, efectivamente, en muchos padres "convertidos". Entendiendo aquí no solamente las conversiones radicales sino también todas las etapas decisivas de nuestra marcha hacia Dios.
Tras un retiro, por ejemplo, o una experiencia espiritual impactante, retomamos la marcha llenos de entusiasmo y de generosidad, preparados para convertir a todo el mundo, empezando por nuestros propios hijos.
Ya sea un inicio en la familia, o un nuevo inicio tras una conversión: sentimos la necesidad de hacer el bien, adoptamos buenas resoluciones. Y después la vida nos invita al realismo y a la modestia.
La vida y nuestros hijos, porque ellos no son – ¡gracias a Dios! – niños modelo. Cada uno es único, completamente nuevo, con un "manual de instrucciones" único. Y nosotros, padres, también somos únicos: no somos máquinas educadoras sino personas.
Esa es la razón por la cual no puede existir un método educativo estándar: cada familia tiene que desarrollar el suyo, con tantas variantes como hijos.
Y, además, lo sabemos, chocamos con nuestros límites. Una cosa es decirse, por ejemplo, en el fervor de un retiro: "rezaremos cada día en familia", otra cosa es vivir este proyecto trescientos sesenta y cinco días al año.
Una cosa es decidir que nunca, nunca más, chillaremos a los niños, otra cosa es mantener la dulzura y la serenidad cuando, a las siete de la tarde, Paulina ha escampado el contenido de un bote de talco en la moqueta de su habitación, al mismo tiempo que sus hermanos han convertido el baño en una piscina. Así, ¡a medida que los niños crecen, nuestros principios educativos se ven frustrados!
Llega pues (periódicamente) el tiempo de la “autocrítica”. ¡Afortunadamente! Porque quedarse anclado cueste lo que cueste en nuestros proyectos iniciales, supone correr hacia la catástrofe, simplemente porque nos arriesgamos a dejar de lado a nuestros niños, a pasar por alto lo que realmente son.
Necesaria, esta actitud crítica es desastrosa si no nos conduce a dudar del carácter primordial e irremplazable de nuestra misión de padres y de nuestra capacidad de desarrollarla.
Para que sea fecunda, esta autocrítica debe pues hacerse bajo la mirada de Dios. Mirarse a sí mismo, solo (o en pareja, que viene a ser lo mismo) es descorazonador, incluso desesperante: focalizamos sobre nuestros defectos, sobre nuestros errores y nuestras faltas… o, para serenarnos, nos negamos a ver nuestros errores, nos auto justificamos.
Entonces pues, que la luz de Dios nos ilumine sobre lo que somos realmente: pecadores, sí, – mucho más de lo que pensamos – pero capaces de lo mejor – más allá de todo lo que podríamos desear.
Si Dios nos hace perder nuestras ilusiones, no es para que nos sumerjamos en el escepticismo o en el descorazonamiento: es para liberarnos, conduciéndonos por los caminos del perdón y de la confianza.
Pues, si hay una palabra clave válida para todos los padres cristianos, con todos los hijos y en todas las circunstancias, ésa es "confianza".
Ante todo, confianza en Aquél que, sabiendo mucho mejor que nosotros lo "malos padres" que somos, ha cometido sin embargo la "locura" de confiarnos a unos hijos. Él es el Padre de nuestros hijos, él es también el nuestro: Él nunca nos soltará la mano.
Christine Ponsard