“Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan” (Is 40,30). “¿Qué saca el hombre de todos los afanes con que se afana bajo el sol?… Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas” (Ecl 1,3.8).
¿Por qué nos cansan tanto las cosas? ¿No será que estamos cansados de vivir? ¿O tal vez, cansados de nosotros mismos? ¿Qué tipo de cansancio nos abruma más: el cansancio físico, o psicológico, o espiritual?
Me llama la atención cómo los grandes santos dormían poquísimo, comían escasamente, trabajaban muchas horas y dedicaban largo tiempo a la oración. ¡Estaban siempre alegres!, incluso cuando físicamente estuvieran muy rotos. Estaban agotados, pero no cansados de darse a Dios y a los demás. ¡Qué bien se cumplía en ellos aquel dicho de san Juan de la Cruz: “El alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa”!
Los grandes santos estaban enamorados de Cristo, Esposo y Señor, y se dejaban amar por Él: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Permaneced en mi amor” (Jn 15,9). Sufrimiento, contrariedades, desprecios, burlas, traiciones,… no les faltaron. Pero nunca perdieron la alegría, ni hubo queja en sus labios, ni dijeron: “No puedo más”. Sí, enamorados de Cristo, lo dieron todo.
Entonces, ¿por qué hoy, en la Iglesia, hay tantos “cansados”? ¿Qué pasa?
Son múltiples y muy variados los motivos del cansancio. El continuo cansancio físico, sin el apoyo del Espíritu Santo, desgasta psicológicamente. De ahí se pasa a las pocas motivaciones para orar, para estar delante del Señor, para dejarse por la Palabra,… Se apaga la vida espiritual, la relación con el Amado, y, en consecuencia, llega el hastío espiritual, la acedia.
Hay cansancio psicológico por el desorden de vida, el continuo cambio de horario, la inconstancia en las dedicaciones señaladas, el caos en la habitación, la falta de limpieza donde se vive o trabaja, la compensación en la comida, la desgana de todo.
Hay cansancio (¡muchísimo!) por la forma de afrontar los trabajos, las contrariedades, los fracasos, o los conflictos. Cuando permanentemente se huye de las dificultades, sin darles la cara; o cuando las realidades difíciles se abordan con agresividad o violencia; cuando uno es incapaz de dialogar con quien te hace daño; cuando permites que otros te invadan tu interioridad,… eso agota lo indecible.
Hay cansancio cuando el trabajo (escolar, o manual, o intelectual, o familiar) se vive desde el voluntarismo o el perfeccionismo, o desde marcarse metas por encima de las posibilidades de uno mismo, o desde la comparación o la envidia de lo que otros logran, o desde el afán de ganar a todos,… esto agota, desgasta y llega a la constante insatisfacción.
Hay cansancio cuando uno vive instalado en la queja por todo, en las lamentaciones oscurantistas, en la desilusión permanente, en la crítica contra todo y contra todos, en la mirada pesimista de cuanto sucede.
En el cristiano, el cansancio viene cuando no se confía en el Señor, cuando uno no le entrega sus afanes, luchas, esperanzas, alegría, sinsabores, fracasos, problemas o angustias; cuando uno se instala en el escepticismo, o está pegado a sus preocupaciones nimias, cuando se da demasiada importancia a lo transitorio, insignificante, caduco y efímero de este mundo.
En el cristiano, el cansancio aparece cuando falta humildad para pedir ayuda ante las dificultades o los problemas, y uno quiere resolverlo todo por sí mismo, encerrándose más y más en sí mismo, contando sólo con sus fuerzas, viéndose abocado a un mayor fracaso.
“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28).
La vida no nos pertenece. Todo es de Dios. De Él venimos y a Él volveremos. Mientras caminamos por esta tierra, Jesucristo está siempre a nuestro lado: sosteniendo, alentando, iluminando nuestra existencia.
Él sabe de nuestras penas y alegrías, de nuestros agobios y esperanzas, de nuestras sombras y luces, de nuestro combate interior. Lo que quiere es que contemos con Él: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Que nos apoyemos en Él, que nos dejemos poseer por completo por su Amor: “El alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa” (san Juan de la Cruz). Que estemos siempre en su Presencia, que Él habite en lo más íntimo de nuestra interioridad: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Vive curando , levantando , liberando de la esclavitud del pecado, enamorando a quien se deja amar por Él, llevando la cruz de quien padece enfermedades, o ancianidad, o desprecios o malos tratos de otros. Él es el mejor de la historia, Él lleva nuestras cruces.
Jesús ayer nos dijo, hoy nos dice, mañana nos dirá: “Venid a mí”. ¡¡Vayamos!! Entreguémosle nuestros agobios y cansancios. Pidámosle: “Señor Jesús, lleva conmigo las cruces de cada día”. “Dame, mi Cristo, la medicina de tu consuelo”.
Ser cristiano no nos ahorra ninguna lágrima, pero da sentido a todos nuestros llantos: “Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5,5).
Ser cristiano aumenta las incomprensiones de otros, el ataque de los "anticatólicos", la burla de los indiferentes a lo religioso, la exigencia de quienes nos piden ser coherentes con nuestra fe, la atención a quienes nos necesiten, la lucha por la justicia y la paz, la defensa de los más débiles y pobres, la generosidad de compartir los bienes con los más necesitados,…
Ser discípulo de Jesús aumenta la “carga” de la vida,… según los criterios del mundo. Es verdad. Pero el mismo Jesús nos dice: “Cargad con mi yugo”. Sí, hemos de cargar con su yugo: el yugo de la amistad profundo e íntima, de la Alianza Eterna, de la pertenencia a su Esposa, la Iglesia, de vivir el mandamiento del amor: “Como yo os he amado, amaos unos a otros” (Jn 13,34).
Desde la fe gritamos: ¡Dichosa carga! ¡Dichoso yugo! Jesucristo añade: “Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,30). El yugo es llevadero porque es su Amistad incondicional, es el fuego del su Espíritu, es la lluvia de los frutos de ese mismo Espíritu: “Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí” (Ga 5,22-23), es la libertad de elegir siempre el bien: “Donde está el Espíritu del Señor, hay libertad” (2Co 3,17), “para la libertad nos ha liberado Cristo” (Ga 5,1), “vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad”. ¡¡Éste es el yugo de Cristo, Amigo, Hermano y Señor!!
La carga es ligera porque Él la lleva con nosotros: “Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros… Mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte a causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne” (2Co 4,7.11); “Dios es fiel, y Él no permitirá que seais tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla” (1Co 10,13).
Por Miguel Ángel Arribas. Artículo publicado orginalmente por el Seminario Coniliar de Madrid